Carlos ROLDÁN LARRETA
A inicios de la década de los noventa el panorama del cine vasco era más bien sombrío. Los días de triunfo vividos en la década anterior gracias al éxito de películas como La fuga de Segovia (1981), La muerte de Mikel (1983) o Tasio (1984) eran ya cosa del pasado. La realidad es que durante la segunda mitad de los ochenta muchos títulos fallidos se habían acumulado en la producción cinematográfica vasca. Y, para empeorar aun más la situación, la guerra entre el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco y una parte significativa del mundo del cine, a cuenta de acusaciones, por parte de los cineastas, de competencia desleal y nepotismo, era un hecho. La aparición de Euskal Media en 1991 no hizo, en este sentido, sino recrudecer más el enfrentamiento. Así, pocos podían aventurar un futuro halagüeño para el cine vasco en los noventa.
Todo por la pasta (1991) de Enrique Urbizu y Alas de mariposa (1991) de Juanma Bajo Ulloa.
Y sin embargo todo cambió en la primera mitad de los noventa gracias a la irrupción de cinco cineastas que, con sus propuestas artísticas llenas de talento, revolucionaron el triste ambiente que reinaba dentro del cine vasco. El punto de partida, por orden cronológico, lo encontramos en Todo por la pasta (1991) segundo largometraje de Enrique Urbizu estrenado en el verano de 1991. Se trata de un trhiller rodado con ritmo trepidante y toques de comedia cínica que brilla en la resolución de las escenas de violencia, algo, por otra parte, poco habitual en el cine vasco y español de la época. Poco después, ya en septiembre, durante el Zinemaldia, se presenta en la Sección Oficial Alas de mariposa (1991), la primera película de largo metraje de Juanma Bajo Ulloa. El film, un compendio del estilo del Bajo Ulloa inicial —fuerza de la imagen, un talento innato para la resolución técnica de la obra, una atmósfera especial que funde a la perfección el cuento infantil con la trama de terror y un angustioso universo de pesadilla poblado de personajes instalados en un estado permanente de sufrimiento y soledad— logró merecidamente la Concha de Oro del certamen donostiarra. A principios de 1992, en la Sección Panorama del Festival de Berlín, se presenta Vacas (1992), otro ejemplo del buen cine que se alumbra desde el País Vasco en estos años. Su director, Julio Medem, debuta en el campo del largo metraje con esta obra llena de romanticismo, poblada de imágenes de una belleza irresistible y que describe una relación de odio enquistada en el tiempo entre dos familias que viven en un valle separadas tan solo por un bosque. En febrero de 1993 una nueva aparición estelar sacude el panorama del cine vasco. Alex de la Iglesia estrena Acción mutante (1993), una insólita aproximación al cine de ciencia ficción llena de humor negro, violencia y muchos guiños al mundo del cómic. Y en 1995 aparece en escena el último miembro de esta rompedora generación de cineastas vascos, Daniel Calparsoro, que debuta dentro de la Sección Panorama del Festival de Berlín con Salto al vacío (1995). Calparsoro retrata en este largometraje un mundo desolado de ruinas industriales en el que viven atrapados una serie de personajes que buscan, en vano, una salida. El cine de Daniel Calparsoro tiene evidentes puntos en común con las películas de sus compañeros de generación; fascinación por la violencia, influencia del cómic, una capacidad innata para crear imágenes de una fuerza devastadora, preponderancia de la música, talento para la resolución técnica de la película...
A principios de 1992, en la Sección Panorama del Festival de Berlín, se presenta Vacas (1992) de Julio Medem.
Durante la segunda mitad de los noventa los cinco cineastas siguieron estrenando largometrajes, muchas veces en los principales festivales de Europa. Enrique Urbizu se embarcó en una serie de encargos (Cómo ser infleiz y disfrutarlo (1994), Cuernos de mujer (1995) o Cachito (1995)) que restaron interés a su filmografía. Se reharía a conciencia en todo caso en la siguiente década, estrenando varios largos de una calidad sobresaliente. En 1995 Alex de la Iglesia presentó en el Festival de Venecia su segundo largometraje, El día de la bestia (1995) una imaginativa fusión de esperpento, cine fantástico y comedia negra que obtuvo un gran éxito de público y seis premios Goya. En 1996 Julio Medem, que tras su brillante estreno con Vacas había logrado el Premio de la Juventud en el Festival de Cannes con su segundo largometraje La ardilla roja (1993), se presenta de nuevo en el Festival de Cannes, esta vez en su Sección Oficial, para estrenar su tercer largo, Tierra (1996). En esa misma edición del certamen francés, dentro de la Quincena de Realizadores, Daniel Calparsoro exhibe Pasajes (1996).
En febrero de 1993 una nueva aparición estelar sacude el panorama del cine vasco, Alex de la Iglesia estrena Acción mutante (1993).
Y en 1997 se estrena Airbag (1997) de Juanma Bajo Ulloa, la película de esta generación que consigue, durante los noventa, una mayor conexión con las masas que acuden a las salas de exhibición. Tras su impactante debut con Alas de mariposa, el director alavés había ahondado en sus laberintos personales con La madre muerta (1993). Esta película, a pesar de contar con la complicidad de la crítica, supuso un serio fracaso económico para el cineasta. Con Airbag Bajo Ulloa se alejó de esos universos atormentados para lanzarse a la aventura de rodar una alocada e irreverente road movie con clara vocación comercial. La crítica fue despiadada con Airbag pero la acogida del público fue entusiasta. Con más de dos millones de espectadores fue en el momento de su estreno la película más taquillera de la historia del cine español.
Daniel Calparsoro, debuta dentro de la Sección Panorama del Festival de Berlín con Salto al vacío (1995).
Cerrando la década, otras películas importantes de esta generación de cineastas son A ciegas (1997) de Daniel Calparsoro, Perdita Durango (1997) de Alex de la Iglesia, Los amantes del Círculo Polar (1998) de Julio Medem o Muertos de risa (1999) de Alex de la Iglesia. Haciendo balance es evidente que la aparición de esta generación de cineastas vascos supone un punto de inflexión con respecto al cine que se estaba realizando en el País Vasco. En los noventa se va a desarrollar un cine más potente en lo visual y más abierto y variado en la temática. Así, tanto forma como contenido viven un cambio intenso. Y es que el cine vasco de los ochenta partió casi de la nada. En muchos aspectos podemos hablar casi de un cine pionero. Y además la realidad socio-política del País Vasco determinaba en demasía las propuestas de los cineastas. En los noventa se relaja el ambiente político y los directores tienen mayor libertad para adentrarse en otros territorios. Un género casi proscrito en los ochenta como la comedia —visto por la opinión pública vasca como algo frívolo teniendo en cuenta la situación del país— se populariza en los noventa. Y los directores, con más experiencia cinematográfica gracias a la sufrida labor de los cineastas de los ochenta, dan un paso adelante en lo visual. En suma, el panorama cinematográfico vasco experimenta en los noventa una transformación notoria. Y el motor de esta transformación es, sin lugar a dudas, el arriesgado y talentoso trabajo de esta brillante generación de directores vascos surgidos en los primeros años de esa década.
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