Sergio RECARTE
Es de suponer que al momento de alejarse con su familia de aquellas costas, no tuviera la certeza que a punto estaba de emprender un viaje sin retorno. Como tampoco que al otro lado del mundo, su vida se encaminaría hacia un destino asombroso. Mientras tanto, la niña María Salomé en la cubierta del barco solo tenía pensamientos tristes, tan oscuros como enormes nubes tormentosas. Por su cabeza rondaban los temores, las dudas y las preguntas sobre qué le depararía aquel país tan distante donde todo era inmensidad y misterio. Pero María Salomé confiaba en sus padres. Ellos estaban convencidos de que nada podría ser tan duro como ese pasado amarrado al yugo desesperante de sobrevivir sobre un mísero pedazo de tierra. Por lo menos, si bien iban a lo desconocido, tenían el consuelo de que lo hacían tras el mismo camino de otros muchos paisanos suyos, entre ellos familiares que habían partido al mítico Río de la Plata atraídos por la promesa de un futuro mejor.
Lentamente el barco fue dibujando en el mar el surco viajero y en el puerto las verdes montañas se diluyeron con el paso de las horas hasta perderse entre las brumas.
Pero toda historia debe de tener un principio, o cuanto menos, un punto de partida. Para esto comencemos en el momento cuando María Salomé lanzó al aire su primer llanto en este mundo. Eso sucedió instantes después de nacer un día 22 de octubre de 1854 en Musques (en euskera Muskiz), por entonces conocido como San Julián de Musques, un pequeño pueblo bañado por las aguas del mar Cantábrico y muy próximo a Bilbao.
Hasta allí habían llegado los padres de María Salomé empujados por la falta de trabajo en el valle de Gordejuela (Gordexola) donde siempre habían vivido. Tanto el municipio de Gordejuela como el de Musques pertenecen a esa extensa comarcal llamada Las Encartaciones que se encuentra al oeste del territorio de Vizcaya.
Efectivamente, la situación en Gordejuela había empeorado en aquellos años y desde hacía tiempo los pobladores no recordaban algo así. Las numerosas ferrerías instaladas a orillas del río Ibarzabal, la principal fuente de trabajo, habían comenzado rápidamente a languidecer. Mientras, a unos 20 kilómetros de allí, el desarrollo industrial de Bilbao daba muestras de conocer límites, lo que hizo que la capital vizcaína, en esos años de mediados del siglo XIX, se transformara en una ciudad en plena ebullición con alta tasas de crecimiento demográfico.
Valle de Gordexola (Bizkaia) en la segunda década del siglo XX.
Fue en esas circunstancias cuando algunas familias comenzaron a abandonar el valle buscando otras oportunidades, entre ellos dos jóvenes, Marcelino Loredo Zaballa y María Otaola Martínez, que acababan de casarse, como lo registran los libros parroquiales el 2 de junio de 1851. En esa búsqueda de nuevas oportunidades no estuvieron solos, los acompañó Nicolás Antonio, el hijo de ambos que acababa de nacer. La intención que los movía era dar el gran salto hacia América, siguiendo las huellas dejadas por familiares que habían tenido la osadía de cruzar el Atlántico y desembarcar, algunos en Montevideo, otros en Buenos Aires. Pero por el momento, Marcelino y María se conformaron en dejar su casa de Zubiete, uno de los barrios de Gordejuela y acudir a la mano tendida de parientes que residían en Musques. Todos ellos procedían de Trucios (Turtzioz) y hacía tiempo que vivían allí dedicados al comercio marítimo. Con los años habían logrado una cierta posición social, lo que les permitió ser dueños de tierras en los alrededores del pueblo. Precisamente, una de esas parcelas le fue destinada a Marcelino Loredo para ser trabajada por él y su familia. En esas mudanzas nació el segundo integrante de la familia: la niña María Salomé.
De todos modos, la situación para el matrimonio continuaba siendo precaria, la tierra por ser de regular calidad no rendía lo suficiente y para colmo de males en Vizcaya soplaban nuevos vientos de guerra tras la precaria paz luego de la última carlistada de 1839. Las causas, como siempre, las reiteradas apetencias del gobierno central en Madrid que no cesaba de pisar brutalmente los derechos políticos, administrativos y culturales de los vascos. Y donde más se sentían estos atropellos era en los ámbitos rurales y en las pequeñas y medianas ciudades del País Vasco.
No fue extraño que Marcelino y María, viendo la inminencia de otra sangrienta contienda militar, y al estar tan cerca del mar y del puerto de Bilbao, no se tentaran en emprender la aventura y abandonar el suelo natal. Para estimular esta decisión, ahí estaban las variadas historias que circulaban de boca en boca, de aldea en aldea, dando testimonios de las ilimitadas posibilidades que brindaba América para quienes tuvieran voluntad de progresar y algo de suerte en el empeño. Además había otros alicientes: esas enormes y grandiosas casonas y palacios, que como irrefutable signo de bienestar, se iban levantando en muchas aldeas vizcaínas por aquellos indianos que regresaban a su terruño luego de una larga estadía al otro lado del mar. Aunque también, y eso nadie lo podía negar, aquellos nuevos ricachones eran los menos, otros tantos que habían emigrados, de ellos en verdad poco o nada se sabía, salvo que sus rastros se perdían con el tiempo y en la memoria.
Aun así, la decisión se tomó y la familia Loredo finalmente partió con destino al Río de la Plata sin saber que ninguno de ellos jamás volvería a la tierra que los vio nacer. En ese momento, nuestra protagonista, María Salomé, contaba con apenas ocho años de edad y aún la vida no le había sonreído o apenado lo suficiente.
Se pierden el rastro de familia Loredo en sus primeros pasos por la provincia de Buenos Aires, entonces un territorio semi independiente del resto del país, pero que tras la batalla de Pavón no había tenido más remedio que incorporarse a la flamante República Argentina, con Bartolomé Mitre como presidente. Sabemos que luego de un fugaz y temerario paso por las cercanías del fortín San Carlos, en el límite mismo con el dominio indígena, Marcelino Loredo, con su familia a cuesta, prefirió buscar lugares más seguros. De este modo se adentró al interior del territorio bonaerense y al sur del río Salado, en 1863, tuvo la oportunidad de adquirir un solar donde se estaba levantando el pueblo que tenía como destino el de ser cabeza del partido de Saladillo. Uno de tantos fundados por aquel entonces en la provincia a medida que el gobierno desalojaba a sangre y fuego a los aborígenes de sus ancestrales dominio. Tras tres años de penurias de todo tipo y en un medio rural donde todo aún estaba por hacerse, logró al fin don Marcelino construir su propia casa, la que perdió diez años después por deudas contraídas con el banco.
Mientras tanto, María Salomé se fue trasformando en una bella jovencita que rápidamente atrajo la atención de José Antonio Demaría, también recién llegado al incipiente pueblo de Saladillo. Este lo había hecho en compañía de tres hermanos, todos provenientes de Borgio Verezzi, una aldea en la Liguria italiana. Una vez instalados y al frente de una casa de ramos generales que pronto llegó a ser uno de los más florecientes negocios, el apuesto José Antonio, ni lerdo ni perezoso, le propuso casamiento a María Salomé, que aceptó con gusto. La boda se concretó en la primavera de 1876 y lo que de ahí en más iba a ser una vida de dichas y alegrías pronto se trastocó en un mar de adversidades. A los cuatro años y luego de una larga enfermedad, su esposo se fue del mundo de los vivos. Antes de esto y a los tres meses de nacer María perdió a su hijo, el primero y el último de su carne.
Con veintiséis años, sin saber nada de su hermano Nicolás Antonio devorado, por esa pampa semibárbara, se encontró sola y dueña de una regular fortuna, fruto de las habilidades del esposo para los negocios. Fue entonces cuando tomó la decisión de recuperar la casa de la esquina de Belgrano y Buenos Aires, la misma que sus padres, por entonces fallecidos, habían perdido al ser ejecutada por el banco. En 1880 se la adquirió a un paisano suyo: Rufino de Olaso.
Pero la soledad en aquellos parajes inhóspitos debió de ser un hueso duro de roer. Con 28 años, se casó nuevamente. Esta vez con un vecino a un par de manzanas de su casa, Aniceto Zubiza, un vasco carnicero. Este, que de venir pobre proveniente de una remota aldea en Euskal Herria, había pasado en pocos años a ser dueño de algunos inmuebles y luego, en sociedad con otros comerciantes, en importante estanciero. Aún así no todo fue color de rosas, ambos enfermaron, él de ciertas dolencias del corazón que lo fueron debilitando lentamente, ella de un tumor en el pecho. Por esa razón decidieron abandonar el pequeño pueblo de Saladillo y fijar residencia en Buenos Aires, donde podían estar mejor atendidos. El matrimonio de vascos se instaló en una regia casona de la calle Rioja 771, en el barrio de Balvanera, al oeste de la ciudad. En ese momento el país era atravesado por un rayo en forma de crisis económica como consecuencia de un fuerte endeudamiento externo, de la fuga de capitales en convivencia criminal con la especulación financiera. Por supuesto, los sectores más humildes fueron los que más sintieron el impacto de estas inestabilidades de un modelo fuertemente agroexportador y dependiente de Gran Bretaña. La miseria no tardó en llegar a los conventillos y casas de pensiones donde se hacinaban miles y miles de personas, muchas de ellas extranjeras, que veían con estupor que no todo era oro lo que brillaba en el país de sus sueños.
Ante este drama y a pesar de su delicada salud, María Salomé no permaneció indiferente. Sin dudar, se entregó en cuerpo y alma a la tarea de socorrer a los más necesitados con ropas, alimentos y hasta con ofrecimiento de trabajo apelando a las estrechas relaciones de don Subiza con las clases altas de la ciudad. Y no solo eso, a las familias que estaban a punto de ser desalojadas de los conventillos les pagaba los alquileres adeudados y de paso las instruía en materia de higiene para evitar, en lo posible, pestes y enfermedades. En esos trances humanitarios, la señorial casona de la calle Rioja se fue transformando, para sorpresa del esposo, en un lugar de ayuda comunitaria y de contención social. Pero la enfermedad de María avanzaba sin piedad y la debilitaba cada día más, los médicos la daban por desahuciada. Fue entonces que desesperada acudió al milagro.
En esos años, en un paraje entre las localidades bonaerense de Pergamino y Rojas un gaucho, al que todos conocían como Pancho Sierra, había optado por refugiarse en su estancia “El Porvenir” luego de cabalgar de manera aventurada por media provincia durante media vida. Allí pretendía restañar su corazón malherido a causa de un despiadado desengaño amoroso. Mientras se recuperaba comenzó, de una manera un tanto inexplicable, a asistir a sus paisanos, pobres y enfermos apelando a un método sencillo al extremo: palabras firmes y directas, un vaso de agua fría y el carisma demoledor de su fuerte personalidad. Por lo visto, el gaucho Sierra, de melena y larga barba blanca, conocía el poder de la hidroterapia, práctica muy en boga por entonces en Europa y los Estados Unidos y con algunos escasos intérpretes en este rincón del mundo.
Lo cierto es que el éxito de sus curaciones muy pronto fue conocido, no sólo en el vasto campo bonaerense sino también en la ciudad de Buenos Aires, y la novedad en este suceso sobrenatural comenzó a llegar a los hogares más acomodados. Incluso, los diarios de la época dieron espacio al acontecimiento, algunos de ellos en tono de burlas, otros hasta con cierto respeto y prudencia. Esto no impidió que Pancho Sierra, apodado “el gaucho del agua fría” adquiriera una dimensión tal que muchos comenzaron a considerarlo una especie de santo.
Fue así, que un día entre los años 1883 y 1885 (no hay certeza en cuanto a la fecha) María Salomé decidió visitar al curioso taumaturgo a su estancia. Este la recibió y no sólo la curó sino también le profetizó lo que de ahí en más sería el rumbo definitivo de su vida. “No tendrás más hijos de tu carne pero tendrás miles hijos espirituales. No busques más, tu camino está en seguir esta misión”. Y algo más, le adelantó su inminente segunda viudez al cabo de un año. Como efectivamente sucedió.
María Salomé Loredo.
Después de esto, nada fue igual en la existencia de María Salomé, fallecido Aniceto Subiza, se sumergió en un estado emocional lleno de dudas y de temores. Sin interrumpir su tarea humanitaria con los más humildes —teniendo conciencia de que el capital y el dinero heredado de sus dos anteriores matrimonios se iba licuando a ojos vista—, buscó refugio en la religión, aferrándose a Dios mediante rezos y meditaciones. Apuntalan estos repentinos trances espirituales una profunda fe católica heredada de su madre, la que siempre había tenido como guía. Hasta que un día y luego de permanecer de rodillas por largas horas con la vista elevada al cielo en medios de fervorosas plegarias, María Salomé tomó la determinación de seguir el consejo de Pancho Sierra. Se sintió, nada menos, la mano derecha de Cristo en el mundo terrenal.
De este modo su casa se fue convirtiendo en un punto de referencia para cientos de enfermos en busca de curación o alivios para sus males. Aunque ella a todos les advertía: “no soy yo la que los cura, sino la mano de Dios en su bondad inmensa”. Comenzó a ser conocida en todo Buenos Aires como también a generar una ola de fervor popular. Acrecentó su prestigio de una manera descomunal. En un momento todo Buenos Aires hablaba de esa vasca, mitad santa, mitad curandera y en torno a ella se fue creando una especie de religión.
Predicaba el Evangelio vestida con una sencilla túnica blanca sin dejar de impartir consejos, y como el maestro Pancho Sierra, tan solo un vaso de agua y el toque de sus manos parecía obrar el milagro. Durante la conmemoración por el centenario de la Revolución de Mayo el gobierno se acordó de ella: fue incluida en la comitiva de recepción a la Infanta Isabel de Borbón a su llegada a Buenos Aires e Hipólito Irigoyen, un importante y gravitante líder político y luego presidente de la Nación en dos mandatos, se interesó por María Salomé. Don Hipólito hasta llegó a visitarla con frecuencia siempre interesado por sus obras benéficas y por sus misteriosas curaciones mediante el agua y la palabra. Por lo visto, el líder del partido Radical tenía cierta predilección por estas clases de fenómenos y personajes, y si eran vascos, mucho mejor, como lo demostró al recibir en la Casa Rosada al singular donostiarra Fernando Asuero, creador de la asueroterapia, un curioso método de curación mediante la manipulación del nervio trigémino y que terminó expulsado del país luego de ser detenido por orden de la justicia ante a los airados reclamos del Colegio de Médico de la ciudad.
Algo así finalmente terminó por sucederle a María Salomé Loredo y Otaola de Subiza. Este culto popular que encabezaba, generó el recelo de las autoridades. La capital argentina, faro de civilidad y cultura para las clases dominantes fue incapaz de tolerar esta clase de expresiones nacidas en el seno de los sectores más humildes de la sociedad. No llevó tiempo para que la Madre María, como de este modo era llamada con devoción, fuera acusada de ejercicio ilegal de la medicina y tachada como una simple y vulgar curandera.
El primer proceso judicial ocurrió en 1910, luego vinieron otros y en todos, para sorpresa de leguleyos y entendidos, fue absuelta. Pero el acoso de la ley porteña se hizo sistemático, hasta que María Salomé tomó la decisión en 1915 de mudarse a Villa Turdera (Temperley) en las afueras de Buenos Aires. Allí, las visitas, lejos de menguarse se multiplicaron. Una sencilla casita, bastante diferente en lujos de lo que había sido su residencia en el barrio de Balvanera, hogar de la familia Bisighini, pasó a transformarse en un verdadero templo religioso. La gente, la que no creía en otros remedios ni en otros consuelos, acudía masivamente. Ella tan solo para sus alivios les ofrecía su voz suave y limpia, algunos procedimientos a base de agua y aceite y sobre todo consejos para elegir el camino a seguir para alcanzar la redención espiritual.
No cobraba un centavo a quien atendía pero en los alrededores de su casa comenzaron a proliferar puestos de flores, medallitas y estampitas con su imagen. La gente se agolpaba en la puerta y dormía donde podían. La Madre María, como de este modo era conocida por todos a esta altura de las circunstancias, había construido una especie de religión a la que se adherían cada día más, numerosos devotos de todos los estamentos sociales y venidos de los más apartados rincones de las provincias, incluso del vecino Uruguay. En un momento y ante la evidencia de que lo construido se prolongaría más allá de su muerte, decidió nombrar a sus “apóstoles”, con el mandato de continuar la obra.
La que se había convertido en su mecenas, la Sra. Deodina de Bisighini, le construyó una Sala para que disertara y dictara conferencias y desde allí expandió a los cuatros vientos su doctrina misionera.
Trece años permaneció María Salomé en Temperley, generando un movimiento de masa jamás visto. Pero un 2 de octubre de 1928 María Salomé dio carpetazo a la vida en este mundo, no sin antes y rodeada de sus más fieles seguidores, desgranar un manojo de profecías y pronunciar sus últimas palabras: “humildad, perdón y caridad”.
En el momento de partir para siempre estaba vestida con su habitual sayo blanco, un crucifijo de oro en la mitad del pecho y un ramo de claveles rojos y blanco, sus flores preferidas. Algunos de los presentes aseguraron, mientras era velada, que el propio Hipólito Yrigoyen, en ese momento en su segundo mandato como presidente de la Nación, se acercó de incógnito a despedir a su paisana y amiga.
En el traslado de los restos al cementerio de la Chacarita un río de gente llevó el ataúd donde hasta el día hoy, los seguidores aún acuden religiosamente. Un diario de la época registró el último adiós a María Salomé Loredo Otaola de Subiza y en cierto modo adelantó lo que estaba por venir: Más de una discípula aparecerá como aspirando a la herencia vacante. Cruzarán los aviones el cielo, se abrirán subterráneos nuevos, la ciencia nos dará maravillas, pero siempre habrá una multitud en busca de lo maravilloso.
Fuentes
López Mato, Omar, La Patria enferma, Buenos Aires, Sudamérica, 2010
Pereyra Mario, Historia Saladillo, “Una esquina cargada de misterio”, Periódico digital, octubre de 2013
Pereyra Mario, Historia Saladillo, “Don Francisco Demaría, uno de los hombres de El Progreso”, Periódico digital, mayo de 2015
Anzoátegui Yderla, Madre María, pastora inmortal, Buenos Aires, 1977
El apellido Loredo en Vizcaya, http://gbooks1.melodysoft.com/app?ID=loredo
Euskomedia Fundazioa, Historia de Muskiz, Auñamendi Eusko Enziklopedia, Bernardo Estornés Lasa
Diccionario de Mitos y Leyendas, creencias populares y santos milagrosos
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