Andrés Zamora, Vanderbilt University
No es arriesgado conjeturar que el estreno de La pelota vasca. La piel contra la piedra de Julio Medem, en estricta concurrencia temporal con el proceso de alumbramiento del plan Ibarretxe, tiene el potencial, si es que no la ha hecho ya, de reavivar la dilatada discusión sobre la existencia o inexistencia efectiva de un cine vasco, con los consiguientes intentos de definición de éste, o de negación de su posibilidad, o de proclamación de la imperiosa necesidad de crearlo, consolidarlo o conducirlo por el buen camino, cualquiera que éste sea. No cabe duda que esta consecuencia del último trabajo de Medem sería enormemente apropiada, pues, al margen de la inclinación ideológica que se le atribuya, la película en sí, y su instalación dentro del corpus cinematográfico del donostiarra, constituye un estricto emblema de la característica más contumaz en el conjunto de las realizaciones agrupadas por unos u otros bajo la rúbrica de cine vasco: la fatalidad fronteriza.
Director de cine, en el Boulevard de Donostia-San Sebastián. Foto Justy García Koch, 22/6/92. |
Hablar de cine vasco implica transitar un espacio ineluctablemente liminal, y eso no sólo por la propia, e inherente, dificultad de delimitar ese territorio o debido al hecho de que en muchas ocasiones ese concepto, “cine vasco”, haya estado a medio camino entre la condición del ente discursivo, fruto de una articulación verbal, y la espesura de los hechos históricos, entre el proyecto político o el constructo crítico y su concreta actualización, entre el deseo y la realidad. El domicilio habitual del cine vasco es la frontera. A despecho de los que dilucidan el problema mediante la sacralización de la nítida barra que separa quirúrgicamente los dos términos de una oposición polar--vasco /español, existencia / ausencia de cine nacional vasco--y de los que abominan por completo de la mera formulación de esos binomios, el cine vasco se ha obstinado en acogerse a una zona auténticamente fronteriza, una amplia, fluida y dinámica región condenada a (o bendecida por) la concurrencia pacífica o violenta de la mismidad y la diferencia. Dada la serie de elementos que permiten construir el objeto "cine vasco"--origen geográfico o lingüístico de directores, guionistas, actores y técnicos, fuente de las subvenciones que lo hacen posible, lengua en que se produce, destinatarios implícitos y reales, maneras en que se consume o se desprecia, lugares de rodaje, temas y motivos obsesivos, estilo y sintaxis cinematográfica, principios de definición, exclusión e inclusión manejados por la crítica o las autoridades competentes, ideología y evolución de sus artífices principales--, éste sólo puede ser localizado en la línea de sombra que, simultáneamente, lo separa del cine español y lo une inexorablemente a él (En Euskadi norte no hay películas, como tampoco hay películas vascas en francés). Aclaro que el cine español probablemente no es otra cosa que una agrupación de territorios fronterizos contiguos--más o menos fronterizos y más o menos contiguos--caracterizada por la inestabilidad y movilidad de las posiciones centrales y periféricas. De hecho, considerando el éxito de espectadores, recaudación o crítica de ciertas películas y directores, el cine vasco ha ocupado en estos últimos tiempos una posición mucho más cercana al centro que a la periferia de ese cine español; casi se diría que el cine ha perpetrado gozosamente ese "imperialismo vasco sobre el resto de los pueblos españoles" que propugnaba Unamuno.
La película de Medem, que incidentalmente va camino de convertirse en uno de los documentales más taquilleros de toda la historia del cine español, es una prodigiosa acumulación de motivos fronterizos. Para empezar supone el retorno de su director a Euskadi, un gesto en perfecta sintonía con gran parte del cine vasco, que tras su masivo viaje hacia el sur a partir de finales de los años ochenta vuelve periódicamente al origen en una suerte de trashumancia en la que si bien uno de los cabos del periplo suele considerarse el punto de partida, el hogar, el otro no llega a ser algo completamente ajeno o forastero, sino que también forma parte de lo propio, y así cada trayecto es, aunque en diferente proporción, un alejamiento de casa y un regreso a la vez, ida y simultáneamente vuelta. Vacas se desarrollaba en la humedad verde de Guipúzcoa; La ardilla roja comenzaba en San Sebastián para después trasladarse a un camping de La Rioja y acabar en el zoo de Madrid; Tierra sucedía en Aragón y terminaba con un viaje, tal vez en dirección al sur; Los amantes del Círculo Polar contaba la historia de la descendencia madrileña de un vasco y una alemana; Lucía y el sexo partía otra vez de Madrid en busca de la extrema luminosidad de un sur imaginario. Con La pelota vasca Medem vuelve a Euskadi, pero me atrevo a pensar que en el futuro atenderá otra vez la llamada meridional y regresará a su (otra) casa.
En lo que hace al documetal mismo, su énfasis discursivo recae principalmente en los intersticios originados por la coexistencia en un mismo espacio fílmico de las declaraciones de Arzalluz y Mosquera, Ibarretxe y López o Ezquerra y Otegui, en los huecos entre las palabras de unos y las de otros. Como extensión del privilegio otorgado a esa tierra de nadie, y de todos, la propensión intersticial se propaga por toda la película en forma de ilustraciones, glosas, ampliaciones o explicaciones a esa movediza frontera primordial. Las escenas paisajísticas que actúan de bisagra entre las diferentes entrevistas abundan en simas y hendiduras cuyos extremos terminan tocándose en lo hondo, en rayas de espuma que separan y unen la tierra y el mar, en inasibles líneas entre la montaña y el cielo. Los fondos que enmarcan a los participantes alternan el proverbial dolmen con los despojos herrumbrosos de una zona industrial. En verdad, el mayoritario ruralismo de fondos y transiciones destacado por gran parte de la crítica queda corregido por el priveligio estructural otorgado a la propuesta en que Atxaga sustituye la anhelada Euskal Herria por Euskal Hiria, la ciudad vasca. Las palabras de Atxaga cierran verbalmente la película y tras ellas se suceden una serie de vertiginosas tomas aéreas de toda una serie de espacios urbanos. De este modo, Medem términa recogiendo una vieja constante del cine vasco que, tomado como discurso colectivo, ha vivido siempre en esa linde entre el campo y la ciudad, una pareja históricamente
resuelta muchas veces en Euskadi en otra cuyos extremos son lo vasco y lo español respectivamente. La estricta discriminación y jerarquización de los dos polos de esta oposición última quedan además complicadas por el hecho de que personas como Atxaga y Otegui se pronuncien en castellano en la película, lo cual conduce a una cierta perplejidad, a una nueva confusión fronteriza, sobre la identidad de la audiencia implícita a la que se dirige (¿España, con exclusión o inclusión del País Vasco, los vascos españolistas, los vascos españoles por contraposición a los franceses, los vascos no euskaldunes, “todos los vascos,” como reza la dedicatoria final de la película?) y, de manera concomitante, sobre las relaciones entre lengua y nación. Por otro lado, a esas ambigüedades la película añade otras íntimamente relacionadas con ellas y de cualidad igualmente fronteriza, como la oscilación entre ficción y realidad derivada de la mezcla en el mismo plano discursivo de fragmentos de películas con imágenes documentales, o como la dialéctica explícitamente planteada entre lo presente y lo ausente en el documental. De igual forma que los bruscos cortes en los parlamentos de los entrevistados--la sutura está deliberadamente puesta al descubierto--revelan que hay una parte cercenada, la voces presentes invocan continuamente las ausencias, tanto aquéllas motivadas por la negativa a participar como las directamente imputables al director: la gente de la calle y los inmigrantes, los maketos, ese sector casi perpetuamente escamoteado o reprimido en el cine vasco y por eso clamorosamente latente en el envés de sus películas. Toda esta vasta acumulación de instancias fronterizas parece insistir una vez más en que la vasquidad, al menos en el cine, no está en la piel ni en la piedra, sino en el confuso y fugaz punto donde ambas se tocan para herirse la una a la otra o para abrazarse utópicamente en su irrenunciable diferencia.
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