El verso y la bomba. En recuerdo de Indalecio Bizcarrondo, VilinchEscuchar artículo - Artikulua entzun

Carlos RILOVA JERICO

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  Indalecio Bizcarrondo Bilintx
Indalecio Bizcarrondo Bilintx.
currió un 21 de enero de 1876. Ese día, como muchos otros desde la noche del 28 de septiembre de 1875, las bombas empezaron a zumbar sobre la ciudad de San Sebastián otra vez. Venían, como siempre, desde Arratsain y Mendizorrotz. Las fotografías de la época, escasas y dedicadas a mostrar más el interior de los estudios en los que se sacaban que la calle, no permiten hacerse una idea de la situación en la que se encontraba la capital de Gipuzkoa en aquellos momentos. Tampoco los grabados, ya anticuados para ese momento frente a la invención de Daguerre y otros genios de mediados de aquel siglo XIX. Sólo los testimonios conservados en la prensa y en las actas y documentos oficiales devuelven, a través de sus líneas, un reflejo aproximado de esos momentos.

Lo primero que viene a la memoria cuando se pasan, por ejemplo, las páginas de los “Anales de la segunda guerra carlista en San Sebastián” recopilados por Fermín Muñoz Echabeguren a partir de esas fuentes, es, salvando las distancias de lugar y época, la Inglaterra de 1940. La sometida al “Blitz” de los escuadrones de bombardeo del III Reich que arrasan Londres, Coventry y muchas otras ciudades inglesas, de las que sólo se libra una Oxford indultada gracias al papel que debía jugar en los retorcidos planes de Adolf Hitler.

En efecto, la ciudad ha sustituido las murallas derribadas con un complejo cinturón de fortificaciones que Juan Antonio Sáez García ha estudiado en detalle en varios trabajos. Estaba compuesto por torreones de vigilancia y defensivos como el que se elevaba en los terrenos del palacio de Miramar o el de Alcolea en Eguia, fuertes como el de Ametzagaña no lejos de ese último torreón, puertas aspilleradas como la que cierra la entrada del único puente de la ciudad en la época, el de Santa Catalina, líneas de trincheras que recuerdan a las utilizadas diez, once, doce años antes en la Guerra de Secesión de Estados Unidos o prefiguran las que se llenarán de muertos y de mutilados treinta años después, durante la Primera Guerra Mundial. El interior de la ciudad también se blinda. Después de los primeros impactos del 28 de septiembre las autoridades dan orden de que se protejan con sacos y cajas llenas de tierra todos los puntos vulnerables del casco. Especialmente los pisos altos de los edificios.

Eso, por supuesto, no desanima a los artilleros carlistas que por segunda vez en el mismo siglo, en apenas cuarenta años, tratan de conquistar San Sebastián para ofrecer a sus reyes y amos un punto desde el que empezar a ganar esa guerra que llevan perdiendo constantemente desde 1833. Se trata de una presa que parece, o debe, ser más fácil que Bilbao. La villa que siempre escapa a todos sus golpes de mano y asedios y les priva así del reconocimiento como beligerante que tal vez -sólo tal vez- podrían ofrecer a los Cruzados de la Causa las potencias europeas al ver que sus fuerzas eran finalmente capaces de doblegar el medio urbano del País Vasco que también desde 1833 les ha presentado una resistencia triunfante y feroz.

El bombardeo, pues, continua. Los obuses y las granadas seguirán cayendo sobre la ciudad, sobre la bahía en la que entran, con más frecuencia de la que -para los carlistas- sería de desear, barcos de guerra y transportes de tropas, suministros y municiones que hacen casi inútil los cortes a que han sometido al telégrafo y la vía férrea que une el Norte con Madrid. Esos instrumentos diabólicos que, junto con el can-can que se baila en esa capital, don Carlos VII, el Pretendiente, quiere barrer de sus dominios para instaurar, otra vez, como antes del 14 de julio de 1789, la monarquía absoluta apoyada por una Iglesia católica no menos absoluta que en la voz de algunos miembros de su clero, como el padre Manterola, da a elegir a los vascos de aquellos días de Armagedon entre la Luz y la Oscuridad. Es decir, la autocracia de don Carlos o el petróleo (y también los telégrafos, los ferrocarriles, las máquinas…) de los liberales atrincherados en ciudades como Bilbao, Pamplona o San Sebastián.

Esa ciudad rebelde -según la prensa carlista que no duda en utilizar el lenguaje “heredado” de la Guerra de Secesión de Estados Unidos cuándo y cómo le conviene-, una de las más viciosas y corrompidas de todo el futuro reino de Carlos VII, a la que había que barrer del mapa por esas faltas -ignoramos si también por la existencia de algún “cabaret” con bailarinas de “can-can” como los de Madrid- y por alojar en su interior a todos los que desde la perspectiva del Carlismo eran “opresores y tiranos” que habían sojuzgado al pueblo guipuzcoano durante décadas y ahora huían a su interior frente al avance de las tropas supuestamente liberadoras del Pretendiente. Un proyecto brutal pero que, siempre según el redactor carlista, no significaba sino aplicar sobre aquella ciudad una “justicia reiteradamente provocada”.

Una tarea a la que la artillería carlista se aplica con fruición y con una puntería excelente. Muchos vecinos o por lo menos las paredes de sus casas, sienten la metralla de aquellas bombas hipotéticamente justicieras muy pronto.

Volviendo a los minuciosos “Anales” de Fermín Muñoz Echabeguren podemos encontrar varios ejemplos. Así el 16 de diciembre de 1875 se daba parte de cómo una granada ha alcanzado el piso 5º del 7 de la calle Vergara. En esta ocasión la “justicia reiteradamente provocada” por los habitantes de la ciudad se había cobrado dos víctimas: una niña que será atendida de heridas por la Ambulancia Sanitaria de uno de los batallones acantonados en San Sebastián y una mujer que no tuvo tanta suerte y murió por el impacto de la granada lanzada por los artilleros carlistas. Apenas cuatro días después, el 20 de diciembre, es alcanzado Sinforiano García. Un niño de ocho años también elegido por el azar de los disparos carlistas para ejercer sobre él la “justicia reiteradamente provocada” que los propagandistas de la Santa Causa reclaman desde las páginas de sus periódicos. La herida que ha recibido entre la esquina de la calle Narrica y el Boulevard era calificada como sumamente grave.

Eso había ocurrido a las cuatro de la tarde. A las ocho y medía de la mañana el promedio de los artilleros carlistas había sido aún mejor. En esta ocasión alcanzaron a Juan Méndez, vecino de la calle Loyola, letra C, piso 4º, con uno de los cascos de sus granadas. Con la herida causada habían puesto fin a una existencia breve, ya que este joven vecino no pasaba de los tres años de edad.

En ocasiones tanta “justicia reiteradamente provocada” llegó incluso a ejercerse contra enemigos de verdad y no simples civiles desarmados y, como vemos, demasiado jóvenes como para suponer ninguna amenaza. El día 6 de enero de 1876 seis soldados recibieron un indeseable regalo de Reyes cuando otra de las justicieras granadas de los carlistas entró en el quinto piso de uno de los inmuebles de la calle Fuenterrabía donde se preparaban para cenar. Paradójicamente tuvieron más suerte que los objetivos civiles: el proyectil afectó tan sólo a la mesa, a los tabiques de la casa y a otros enseres de la habitación en la que estaban acuartelados. Todos ellos, en cambio, salieron ilesos.

Indalecio Bizcarrondo, que se contaba en el número de los combatientes como miembro de la milicia de los voluntarios de la Libertad de San Sebastián, no tuvo tanta suerte. La granada que llevaba su nombre le golpeó, como a muchos otros, dentro de una casa a la que no pudieron proteger los sacos y cajas de tierra. Tan sólo era una más de las que casi sin descanso habían arrojado las baterías carlistas sobre la ciudad desde que empezó el año. “Vilinch” ni siquiera llevaba el uniforme de los voluntarios ni mucho menos el fusil Remington y la bayoneta con la que todos ellos iban armados para defender aquellas formidables fortificaciones que eran la última línea que separaba a la causa de Carlos VII de la victoria, si no total, sí parcial. Dicen las fuentes que cuando le alcanzó la granada que le hirió en ambas piernas se estaba probando una prenda nueva para estrenar en honor a la fiesta de San Sebastián que se celebraba en esos momentos.

La agonía fue especialmente cruel. Se prolongó durante varios meses, siete para ser exactos.

En efecto, el 22 de julio de 1876, a las cuatro de la madrugada, las secuelas de aquellas heridas causadas por la “justicia reiteradamente provocada” de la que, según parece, eran portadoras las granadas carlistas, acabaron con la vida de Indalecio Bizcarrondo y, lo que era aún peor, con todos los versos que aún podría haber compuesto desde aquel mismo momento, hace ahora ciento treinta años, en el que aquella guerra -cruel, estúpida y épica- acababa.

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