Raul Guillermo ROSAS VON RITTERSTEIN
:: “Der Carlist” -El Carlista-, un testimonio olvidado de la Guerra de los Siete Años (I/II)
Una vez arribados a Saint Esprit, los viajeros se anotician de que el pasaje a Baiona por el Puente Rojo es muy poco recomendable, puesto que “...Irun está fuertemente ocupada por los carlistas y resultaría mucho más aconsejable dirigirse al Este, para alcanzar Saint Jean Pied Port sobre Peyrehorade, Sauveterre [de Bearn] y Saint Palais y así cruzar los Pirineos...”1, camino que emprenden a principios de noviembre con un tiempo excepcionalmente malo. Las montañas vascas no reciben con buen humor a estos viajeros: “Plenos de espanto mirábamos las nevadas cabezas de los Pirineos, y si bien no eran para mí nada nuevo, pude notar que en el interior de mi compañero de viaje había sentimientos que no quería expresar en palabras. Es una vista aterrorizante y a la vez sublime la que permiten estos macizos rocosos que avanzan hasta las nubes: los terrores de esta salvaje cordillera permanecen siempre los mismos, aún tras visitas repetidas y nunca dejan de impresionar...”2 Felder se ve en figurillas para consolar a su espantado acompañante con la promesa de los bellos paisajes de los valles sudpirenaicos. Pero como si no bastara con la amenaza de los montes, otro aspecto desagradable se suma a las peripecias de los preocupados alemanes. Son esta vez los naturales, los vascos, quienes hacen su primera aparición con nombre en el relato: “Asimismo las ásperas costumbres de los vascos, su habla, incomprensible para los dos, tampoco contribuyó mucho a animarnos.”3.
En la zona de Donibane Garazi reciben los viajeros la noticia de que desde allí hasta Iruña el viaje es seguro por la colaboración de las guardias francesas y españolas repartidas a lo largo de la frontera. Poco más adelante se encuentran en efecto con avanzadas del regimiento de la Reina. En esos momentos, ya recobrada la tranquilidad, ambos extranjeros deciden aprovechar un día para visitar las fuentes del Bidasoa, espectáculo que les ha sido recomendado por los lugareños. En cualquier caso, como para desmentir en cierto modo las presunciones de seguridad, la expedición turística, dirigida por el posadero Jauregi, es acompañada por cinco soldados cristinos armados hasta los dientes. No olvidemos que tiempo después, con nuestro personaje ya de regreso en sus tierras, la insostenible línea del Bidasoa es abandonada por los liberales hasta la llegada de O’Donnell en 1.838.
Caballería carlista. Foto: Album Siglo XIX Gipuzkoako Foru Aldundia |
Omitimos aquí las hermosas páginas que Felder dedica a su pequeña incursión. Sin embargo, en medio de la distracción no escapa a la atención del alemán el hecho de que su guía “...como todos sus camaradas desde el Monte Perdido hasta Vera son también los más arrojados contrabandistas que conocen hasta el más oculto de los escondrijos de los sombríos y difíciles pasos pirenaicos. También me pareció que toda la dotación del Blocao estaba estrechamente mezclada en esos quehaceres. También puede ser que el visible buen pasar de estas gentes se relacione con aquellos tiempos cuando el famoso mariscal Soult, tras el fracasado intento de retomar Pamplona, sufriera una vergonzosa derrota durante la retirada. Muchos valientes soldados perdieron sus vidas en estas chozas solitarias, en los ocultos recodos de los Pirineos, en donde creían hallarse a salvo, a manos de criminales traidores. Luego se apropiarían estos de las pocas cosas de sus víctimas, pero asimismo fueron muchos altos oficiales, ricamente cargados con tesoros propios y ajenos, quienes encontraron su fin aquí.”4
En este punto hace Felder un excurso para tratar de ponernos en claro acerca de las características de esas para él extrañas gentes de las montañas. Oigámosle entonces dirigirse a sus compatriotas lectores hablando de los terribles -e incomprensibles- vascos: “El francés vasco, al igual que el vasco español, llamado también navarro de las montañas, son habitantes ambos de los Pirineos superiores y bajos, y se encuentran muy profundamente emparentados por la misma astucia, la insuperable habilidad en el manejo de las armas de fuego, y la capacidad de soportar las más duras exigencias de la vida en y sobre sus montañas. Ni el uno ni el otro hablan la lengua del país al cual pertenecen [sic]; godos, alanos, romanos, galos y moros treparon ya hace muchos años el pétreo límite natural que parece separar, o que debería separar Europa de África, puesto que el español es más africano que otra cosa. En Roncesvalles como en el alcázar de Sevilla, en el Roncal y el gran valle del Baztan como en Málaga, se encuentran suficientes rasgos y conformaciones de los rostros como para que el observador atento reconozca en ellos el ir y venir de los abencerrajes y sus valerosos hermanos de armas. Estos rudos habitantes de las montañas desprecian al aplicado agricultor en las vertientes norteña y sureña de los Pirineos. En las selvas y las gargantas de estas montañas gigantescas que alcanzan el cielo buscan su víctima -el lobo hambriento, el oso feroz, pero también la temerosa gacela, el ave de presa en su nido como el pájaro cantor entre las débiles ramas. La caza y la pesca de truchas, aliadas con un contrabando atrevido e inescrupuloso, les hacen señores de estas regiones salvajes y de todas sus propiedades naturales. Pero cuando se trata de luchar a la descubierta y enfrentar al enemigo pecho a pecho, son siempre soldados cobardes. Asesinar desde el acecho personas y animales, cazar y contrabandear, cosas que practican desde la juventud, les hacen dignos hijos de sus padres. Odian la llanura y buscan en la primera oportunidad que se les brinde desaparecer en sus obscuras cabañas y escondites. Ningún hombre de estado ha podido aún crear una ley para esta cultura. Aún cuando el valiente viajero recorre estos desiertos sin temor, siempre marcha a su lado una cierta sensación desagradable, que le recuerda que debe permanecer atento...”5
Así habla Felder, eco de voces anticipadas en el denuesto. Sin embargo, como él mismo lo relata a continuación, es precisamente uno de esos a su juicio poco recomendables vascos, un supuesto nativo del Roncal -veremos más adelante de quién se trataría en realidad-, el que le asegurará en una conversación de campamento, para disipar las preocupaciones que acosan al alemán en cuanto a encontrarse con alguna patrulla carlista que: “Vuestro viaje en busca de Mina6, don Roberto, no está supeditado en ningún punto de España a ninguna clase de peligro, ya que tanto el carlista como el cristino sabrán cómo honrar a un antiguo defensor de nuestra patria contra un enemigo común.”7
Tras todas esas reuniones del autor con diversos individuos cuya afiliación resulta más o menos dudosa de acuerdo a las impresiones que nos deja el relato, se encaminan por fin por la Ultzama, Ostiz, Sorauren, a Iruña, adonde han de arribar a principios de Noviembre del 1.836. Allí se separan los viajeros y la última noticia que de su acompañante nos da Felder es que el cirujano se ha casado en la capital navarra con una rica pamplonesa y se ha instalado en la ciudad, lejos de la guerra.
Zumalakarregi y el Pretendiente. Foto: Album Siglo XIX Gipuzkoako Foru Aldundia |
Él, por su parte, continúa hacia el sur alejándose de las tierras vascas, primeramente hacia Aragón. Una vez en Ejea de los Caballeros, Aragón, recuerda Felder que en esa localidad, mientras formaba él parte de la caballería bajo el mando de su admirado Mina8, tuvo la ocasión de derrotar a los ocupantes franceses. En este momento el análisis de los recuerdos de Felder se torna como decíamos problemático, pues el autor habla de la llegada a esa ciudad de las noticias acerca de la batalla ganada por Zumalakarregi en Salvatierra “Repentinamente alzó la voz el lector y anunció la horrible derrota y carnicería de los cristinos en Salvatierra... Zumalacarregui* había hecho fusilar a 500 prisioneros cristinos; la región frente a los muros de Vitoria estaba anegada en sangre...”
“Todavía recuerdo el tiempo en que entre nosotros se intentaba alzar por los cielos a este hombre sanguinario. Maroto, el antiguo oficial de Mina, con su noble corazón, nunca puede igualarse a Carregui.[sic]”9. Como la batalla de marras se dio en los días 27 y 28 de octubre de 1.83410, es algo difícil que la noticia recién poco más de dos años después fuera conocida en tierras de Aragón, del mismo modo que parece inconcebible que Felder ignore en ese momento la muerte del general carlista. Debemos atribuir esta “gaffe” a la clara tendencia novelística del alemán, que al mismo tiempo, como decíamos, nos presenta por momentos imágenes surgidas de la más pura fuente del romanticismo enfermizo que estaba de moda en aquellos tiempos, sin tener mucha consideración por la realidad de los hechos11. El “roncalés” con el cual había conversado tras el cruce de la frontera, era en realidad nada menos que Maroto. A esta altura añade Felder los textos de una larga conversación entre Maroto, un tío materno, religioso en Ejea y carlista exacerbado, y él mismo.
Persecución hasta las murallas de Gasteiz tras
la batalla de Dulantzi. Foto: Album Siglo XIX Gipuzkoako Foru Aldundia |
En realidad, Felder ha debido de ubicar aquí una mezcla de datos acerca del viaje aventurero de Maroto a través de las montañas para hacerse cargo del ejército de Cataluña, con los resultados de su rica imaginación, por así llamarlos, -en el ’36 Maroto era en verdad comandante general de Bizkaia-, para poder escribir al modo de los discursos de los historiadores clásicos, las opiniones de los partidos en boca de uno de los representantes que él sin duda admira (algo similar se detecta en la historia de von Greyerz, en la cual se mezclan elementos correspondientes en efecto a las luchas carlistas en Valencia con la expedición del poco afortunado general Miguel Gómez que él atribuye a Basilio García -ver nota 6-. Comete asimismo un error con el apellido materno de Maroto, que cita como “Leito” cuando era en realidad Isern, de vieja estirpe catalana.). En cualquier caso, para ser justos con el testigo suabo, debemos señalar que escribe de memoria, una vez vuelto a la Euskal Herria continental y más tarde en Alemania, ya que, a diferencia de su compañero de viaje, no le ha parecido adecuado, ni seguro, tomar notas al paso. Tal vez ese sea el motivo principal de sus errores.
Maroto y Espartero. Foto: López, museo Galdiano |
El “padre Leito”, firme adherente del tradicionalismo conservador como Felder lo puede entender, sostiene poco más adelante que: “Muchos españoles, principalmente los habitantes de las provincias del Norte, conocen apenas lo que son las constituciones, marchan en parte con los constitucionales sin saber, más, sin entender las razones reales. Es a ellos que debería gritárseles: ‘¡españoles, revisad la historia!’ ¡Cualquier constitución es inútil en las provincias donde rigen los Fueros!”15 [...] “Es por todo eso que nosotros, los navarros, de dos males [una democracia con base en Madrid o un rey] elegimos el menos terrible: un rey, aseguró el cura con seriedad y profundo sentimiento.”16
Maroto agregará que: “...en las consciencias de sus conciudadanos se ha infiltrado un espíritu maligno, que, bajo la consigna: ‘falta ya muy poco para salvar a la Iglesia que está hoy conmovida en sus cimientos’, deslizada en los oídos de las personas carentes de educación, que adoran a ciegas a sus santos, fue y es la señal, para el crimen y el incendio en las Provincias Vascas y en Navarra.”17
Tras estos discursos que expresan en realidad las convicciones más profundas de Felder quien, como bien dice, “Nacido en un país en el cual la constitución es para los ciudadanos instruídos el bien superior...”18, se halla muy lejos de comprender la profunda problemática tanto vasca cuanto española, el relato continúa con la llegada del viajero a Barcelona y su viaje desde allí a Madrid, una encomiástica alabanza de la reina y el posterior y desilusionado regreso a Alemania. Felder acompaña además la expedición del general Alaix, futuro vizconde de Villarrobledo a Toledo, cosa que le sirve para dejar plasmada su última impresión: “Cómo estos españoles, hijos indignos de los heroicos defensores de su patria, dirigen todo su interés a los continuos robos y asesinatos entre ellos mismos”.19
Un documento extraño e interesante, en particular por las conclusiones que pueden extraerse de las afirmaciones del autor, llegado desde las tierras que riega el Neckar a un espacio y a unas circunstancias que le son seguramente más ajenas que lo que lo habían sido en su primera estadía. Más allá de los errores de diversa atribución que pueden ser encontrados en el libro, Felder proviene de una Alemania en ebullición política y social, a la cual le faltaban todavía muchos años para realizarse como entidad unificada, pero cuyos habitantes, tras la conmoción ideológica de la Revolución y la invasión napoleónica, hacia tiempo que buscaban terminar con el viejo sistema de gobiernos múltiples originado en la decadencia del Imperio Romano Germánico, y resulta lógico que los particularismos regionales españoles le choquen, como señala en algunas partes del libro, pues son precisamente lo opuesto a lo que desea ver realizado en su país, aún como originario de una región con rica tradición cultural y política propia. De tal modo, menos aún puede esperarse que comprenda la situación de los vascos y qué es lo que subyace en la defensa de la foralidad. ¿Cómo pedírselo a Felder si los mismos vascos no habían llegado todavía a plantearlo con claridad? Mucha agua y mucha sangre debían todavía correr bajo los proverbiales puentes. Pero pese a todos los condicionamientos que impiden al viajero suabo ver el fondo de la situación sociopolítica de los extraños vascos (por ejemplo que en ningún momento llegue a preguntarse por las verdaderas razones de que los vascos no reconozcan en absoluto el límite fronterizo franco-español, tema que necesariamente debe llamar la atención de cualquier analista), es tanta la fuerza de los hechos, que aún en sus escritos puede percibirse que esa sensación de incomodidad de la que nos habla en algún momento tiene orígenes mucho más profundos que el temor a ser desvalijado por los descendientes de aquellos que aterrorizaron, con razón o sin ella al inefable Aymeric. Al respecto es muy interesante que este viajero ya en 1.836 diga con claridad en uno de sus párrafos que citamos en este trabajo, que los vascos poseen una cultura particular... El haber podido reconocerlo es un mérito innegable de este poco conocido oficial alemán. Tal vez, de haber permanecido más tiempo entre los hoscos “navarros de las montañas”, podría haber llegado a escribir con algo más de conocimiento de causa y a desentrañar los motivos de las actitudes rebeldes de aquellos. Ya se encontraba transitando el camino adecuado y, seguramente sin darse cuenta, algunas de sus opiniones, como las que deja deslizar con respecto a la poca diferencia real entre unos y otros aspirantes al ejercicio del poder, no distarían demasiado de las que pensaban muchos de entre los vascos y que se sintetiza en la frase de ese curioso navarro asacado sin lugar a dudas de su mente, el “padre Leito”: “...de dos males elegimos el menos terrible...” La pregunta, más allá de Carlos, María Cristina o Isabel es: ¿era el menos terrible en verdad? El fin de las libertades vascas que comenzaría a completarse tras el ominoso “abrazo de Bergara” parece desmentirlo.
1 Id., p. 207.
2 Id., pp. 207/8.
3 Id., p. 208.
4 “El carlista”, pp. 214/15.
5 “El carlista”, pp. 215/17.
6 El navarro Espoz y Mina, héroe de la lucha contra Napoleón, muere en Barcelona tras una enfermedad de largo proceso, agravada tal vez, como sostienen muchos autores, por la carga moral de haber dado la orden de matar a la madre de Cabrera, el 24/XII/1.836. Felder, según escribe, llega a tiempo para asistir a sus funerales y dirigirse luego a Madrid en compañía de un hijo del fallecido general.
7 “El carlista”, p. 221.
8 “En su lecho de muerte encontré a mi general y héroe” (Id., p. 247).
9 Id., p. 227. Las referencias de Felder sobre Maroto, comprensibles con todo en un alemán, pecan por supuesto de una gran carencia de información. Para Felder el general “ayacucho” -al respecto, cree que dicha batalla tuvo lugar en México-, es un modelo de moderación liberal y respeto a las leyes, es decir, a su juicio, lo que España necesita. Omite entre otras cosas, el hecho que sin duda debió conocer ya en Alemania, de los fusilamientos de Lizarra. Y decimos esto último porque Felder confunde a Basilio García con el general Francisco García, víctima de la purga “unificadora” de Maroto el 18/II/1.839, al suponer en su texto que el primero de los nombrados tuvo un fin trágico, cuando en realidad aquel García cruzó el Pirineo con el Pretendiente y murió años más tarde en el exilio francés. En cuanto a la actuación de Espoz y Mina en Euskal Herria y otros sitios y su fracaso consecuente, los comentarios huelgan.
10 En efecto, la batalla de Dulantzi fue una de las primeras en las cuales el general Zumalakarregi puso a prueba la capacidad militar regular alcanzada por sus tropas tras los anteriores fogueos frente a un enemigo mucho más preparado. El 27 de octubre de 1834 los carlistas derrotaron allí a 3.500 hombres del brigadier O'Doyle, que se dirigía a Agurain, y lo tomaron prisionero, con su hermano y otros oficiales, todos los cuales fueron fusilados tras haberse descubierto que dicho comandante había dado su voto afirmativo en un juicio militar celebrado en Gasteiz para fusilar a prisioneros carlistas heridos. Los cristinos perdieron en esta primera fase una división completa y dos piezas de artillería de montaña. El 28, las tropas venidas de Gasteiz para auxiliar a unos 400 sitiados, fueron desbaratadas por completo y el comandante general Osma debió huir a uña de caballo. Los carlistas, luego de la orden de Cuartel de Zumalakarregi, capturaron casi mil prisioneros, pero de todas formas la mortandad resultó horrible. En la noche del 28, unos cien cristinos habidos en cercanías de Gasteiz fueron muertos a lanzazos por las tropas carlistas en retirada por orden de Zumalakarregi, quien fue condecorado con la gran cruz y banda de la Real Orden de San Fernando, en premio a sus méritos en esta batalla. Véase al respecto la hermosa descripción de ambos encuentros escrita por uno de sus protagonistas, Henningsen, en su mencionado libro “Zumalacárregui”.
11 Como cuando sostiene que los oficiales cristinos de guarnición en la frontera vasca manejaban a sus soldados no mediante la disciplina sino por el “amor mutuo y la pura confianza” (p. 219). Al final del trabajo, recalca Felder que nos hallamos en presencia de un “producto literario”, aunque carente de pretensiones, si bien no especifica con claridad un límite entre la libre invención y la memoria y poco más adelante lo cataloga como “novela de viajes”. De cualquier modo es significativo que añada, pocas líneas más adelante, que la materia prima de “El carlista” ha sido recogida personalmente en España por él, y completada más tarde en Saint Esprit, y que es precisamente eso lo que le hace recomendable con respecto a otras obras que por esos tiempos circulan en Alemania.
12 “El carlista”, p. 235.
13 La admiración de Felder por Maroto corre pareja con la crítica al famoso padre Cirilo Alameda, quien es para el alemán otra encarnación de la peor reacción en las filas carlistas. Por lo que vemos, parece que no poseía nuestro viajero el don de la apreciación adecuada de las personas, y seguramente se hubiera sorprendido mucho de haber conocido la posterior carrera de aquel personaje llegado a arzobispo y cardenal toledano.
14 Id., p. 236.
15 Id., p. 241.
16 Id., p. 242.
17 “El carlista”, p. 245.
18 Id., p. 243.
19 Id., p. 248.
:: “Der Carlist” -El Carlista-, un testimonio olvidado de la Guerra de los Siete Años (I/II)
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