Una correspondencia entre paisajes
Rastrear el origen consciente de la correspondencia que se establece entre los paisajes del mundo exterior y del interior implica trasladarse al 26 de abril de 1336, momento en el que Francesco Petrarca fecha su ascensión al Mont Ventoux. Este documento1 constata una de las primeras valoraciones estéticas sobre el paisaje que, ahora sabemos, reúne varios aspectos que serán una constante hasta la actualidad, a saber, el balanceo entre el paisaje exterior y el interior en relación al poder y el dominio.
Hombre sobre un mar de nubes, C. D. Friedrich, 1818. |
De algún modo, existe una relación de reciprocidad entre los símbolos y el imaginario, sin que resulte sencillo distinguir cuál es causa y cuál efecto. Más allá de consideraciones pretendidamente objetivistas, el componente ficticio de las representaciones imaginarias opera con tan relevancia que el sujeto configura su propia representación del mundo y, por tanto, la manera de actuar en él a partir de las mismas. Por ello, el imaginario cumple con una función por la que una sociedad se mantiene cohesionada bajo un orden que es irreductible a lo exclusivamente funcional. Es precisamente este imaginario con función instituyente (Castoriadis3), entendido como un conjunto unitario de modos de representación de lo real, lo que permite que una sociedad se mantenga, en último sentido, cohesionada.
No obstante, la cualidad particular y especialmente relevante en este contexto, tanto en plano social como en el individual, es la vinculación del imaginario con el deseo. Para el psicoanálisis, el deseo es flujo constante y no tiene, como tal, objeto. Es fruto de una producción social, una producción deseante en la que lo importante es reconocer cómo se canaliza y se codifica el deseo en objetos que otorgan representación a una pulsión que, de por sí, no la tiene. Deleuze y Guattari consideraban, en su obra El anti-edipo4, que la carga libidinal de una sociedad se constituye de dos modos: el primero busca homogeneizar el deseo y, por tanto, hacerlo previsible, mientras que el segundo tiende a escapar de tales masificaciones.
Paisaje urbano: un concepto con dos dimensiones
En relación al interés del que se ocupa esta investigación, es necesario condensar en un único concepto metodológico toda la potencia estética de la ciudad. En este sentido, se distinguen dos dimensiones que constituyen el paisaje urbano: en primer lugar, el paisaje urbano como manifestación en imagen, es decir, su presencia estética en cuanto representación; y, en segundo lugar, la expresión estética de la ciudad sin su imagen, lo urbano entendido como obra perpetua de los habitantes: la potencia estética en cuanto presencia.
Time Square, New York. |
Respecto a la primer dimensión, es preciso resaltar que la ciudad está actualmente sometida a la exigencia de ciertas operaciones en relación a su imagen, por haber sido entendida como principal atractor de las nuevas economías en el marketing de ciudades. De esta forma, los procesos urbanísticos están generando paisajes con un discurso iconográfico como producto consumible, pero que también derivan en procesos de gentrificación, privatización y segregación de la trama social. Si bien a muchas de estas operaciones urbanísticas se las ha calificado como “espectaculares”, debe preguntarse ¿qué queremos decir con espectáculo?
En La sociedad del espectáculo Guy Debord definía el espectáculo por ser “una relación entre las personas mediatizada por las imágenes”5, que genera imaginarios, formas de acercamiento y comprensión de lo real. El espectáculo es separación llevada a cabo por medio de imágenes que, en su proceso de sustitución de lo real y transmutación en mercancía, segregan la práctica y comunicación social al manipular la percepción de la conciencia y su memoria. ¿Cabría, entonces, hablar de una espectacularización del paisaje urbano?
Entre las condiciones que requieren para su construcción muchas de las operaciones urbanísticas, una de las más importantes radica en que su imagen pueda ser apreciada por el mayor número de personas posible. Una consigna que adoptó el postmodernismo arquitectónico, tipificado en la ciudad de Las Vegas. Sin embargo, el postmodernismo arquitectónico fue superado y la práctica arquitectónica goza hoy de un repertorio formal y constructivo sin parangón. No obstante, parece que la arquitectura no ha recuperado la noción de proyecto que le unía a la modernidad y, desde el punto de vista estético, aunque las obras arquitectónicas tomadas en su individualidad puedan guardar verdadero interés estético, su disposición configura un conjunto que, en múltiples ocasiones, muestra una tendencia por la ornamentación de la ciudad que evidencia cierta espectacularización de la misma.
Paseo de Abandoibarra, Bilbao (original). Autor: Iskandar Rementeria |
Un exceso de ornamentación cuestionable, tal y como Adolf Loos reflejó en su célebre artículo Ornamento y delito6 contra la tendencia ornamental del Art Nouveu y su concepción del diseño integral de los espacios habitados. Para Loos, esta tendencia ilustraba un sujeto carente de cualidades propias, pues le faltaba su distinción y diferencia, lo que Kraus7 denominaría una falta de “margen de maniobra” en la construcción de una subjetividad libre. Hal Foster ha recogido8 esta disputa y la plantea hoy como una llamada de atención a la arquitectura para reivindicar una función crítica en la práctica arquitectónica, con el fin de devolver al sujeto y a la cultura un “margen de maniobra”.
Actualmente, la noción de “estetización de la vida cotidiana” ha conceptualizado algunos rasgos del exceso de ornamentación propagado entre el paisaje urbano, fenómeno potenciado por la expansión y comunión entre las industrias audiovisuales y de la cultura. No obstante, si la forma generalizada de la experiencia está caracterizada estéticamente, en efecto, si el hombre contemporáneo experimenta su vida y lo real en términos puramente estéticos, entonces el lugar, la función del arte y su experiencia se habrían desvanecido, disuelto. Pero ¿no era precisamente éste el objetivo que persiguieron como proyecto de emancipación del hombre muchos de los artistas del siglo pasado, precisamente mediante la disolución del arte en la vida? ¿Cuáles son, por tanto, las diferencias que se establecen para que la finalidad del proyecto moderno se haya visto cumplida, hoy, en dirección diametralmente opuesta? La gran diferencia radicaría en la constitución de un sujeto no emancipado y con sensibilidades críticas, sino en una apoteosis narcisista en la que todo es imagen y nada tiene interioridad; una apoteosis del sujeto que también es su propia desaparición, pues está excluido de desarrollo y deseo futuros.
Segunda dimensión del paisaje urbano
En cuanto a la segunda dimensión o estrato sobre la pregnancia estética del paisaje urbano: cabe recordar la acepción de Henri Lefebvre sobre lo urbano, que representa la obra perpetua de los habitantes, la ciudad menos su arquitectura; una dimensión fluida que, en ocasiones, escapa de las pretensiones de control bajo la forma de asociaciones fortuitas y acontecimientos inéditos.
Esta noción de lo urbano conecta en cierta forma con una segunda faceta o función del imaginario. Y es que, además de su función cohesión de lo social, lo imaginario posee la capacidad para doblar la realidad instituida abriendo posibilidades bloqueadas, un hecho que puede movilizar la energía social para impulsar la transformación de la realidad instituida. En este sentido, una ruptura con lo instituido no sería posible si no fuese por una voluntad creadora, una función reactiva del imaginario que, tal y como Deleuze y Guattari ejemplificaban con el deseo, recodifique la pulsión social. “El papel de lo imaginario, a saber, que está en la raíz tanto de la alienación como de la creación de la historia”9.
No obstante, hoy estamos sumidos en la revisión crítica de un proyecto que ya era crítico de por sí. Tras la desilusión de los ideales revolucionarios de la modernidad, en un momento en el que sus macroutopías se han desvanecido, se percibe una reorientación de esta energía en la búsqueda y consecución de “microutopías intersticiales”, tal y como las denomina Maffesoli.
Ambivalencia de los fenómenos estéticos. Política y existencia
De aquí se deduce la ambivalencia que pueden manifestar los fenómenos estéticos, cuya incidencia en la representación del mundo y, por tanto, en la acción sobre el mismo, puede implicar consecuencias radicalmente distintas en la construcción de la ciudad y del propio individuo.
En este sentido, se observa el carácter político de lo estético, en tanto que determina nuestra forma de representarnos el mundo y, por tanto, de actuar sobre él. De hecho, muchos de los artistas han intentado operar (sobre todo durante la década de los 90) de forma consciente con el potencial político del arte en el espacio público10. No obstante, cabe preguntarse por el tipo de efectividad de estas prácticas denominadas “críticas” o “antagonistas”, en un contexto económico y cultural en el que el proceso de des-sublimación de los procesos artísticos de élite ha dado lugar a la sacralización de la cultura masificada por el mercado. Por un lado, la democratización de la cultura ha permitido el acceso masivo de sus bienes pero, por otro, ha facilitado la creación y potenciación de las industrias culturales, cuya principal pretensión no es el enriquecimiento cultural, sino el económico.
Colectivo Reclaim the streets, s/f. |
La estetización de la vida cotidiana, por tanto, no supone la disolución del arte en la vida, sino su adecuación a la forma Institución-Arte, que ha de responder a las dinámicas de la economía y el entretenimiento. Una lógica cuya enorme potencia de absorción desactiva cualquier gesto de resistencia, cualquier tensión crítica, convirtiendo toda práctica o discurso contrahegemónico en una parte del proceso de renovación del mercado institucionalizado del arte11. Si en la modernidad el arte se fundamentaba en una subversión de los modos de representación, en postmodernidad esa subversión ya no tiene sentido sino como innovación de la oferta cultural. Resultaría conveniente preguntarse, por tanto, si las industrias culturales y la estetización de la vida cotidiana han desposeído al arte de su lugar bajo un proceso de estetización banal que no conlleva resultado emancipatorio alguno. En este caso, la cultura y sus realizaciones como puro simulacro impedirían pensar los valores sociales en términos sustantivos, salvo como estrategia para asegurar una permanencia de la homologación cultural, la continuidad de lo establecido.
Por lo tanto, en un sistema cultural donde los discursos críticos son reabsorbidos, las intenciones de una praxis estética pretendidamente política, en tanto que dirige su cometido en transformar los modos de vida, pueden devenir en otra estrategia más de legitimación de lo instituido.
Evasión estética de la facticidad
En esta situación de aparente paradoja, en este contexto cultural contemporáneo sin fisuras, resulta necesario ahondar en lo más originario de lo humano en relación a la representación; acercarnos al origen del deseo expresado simbólicamente. Este camino hacia los rasgos definidores de lo humano (en cuanto generador de cultura) implica centrarse en la falta originaria que suscitó el deseo en expresión simbólica, la muerte.
En relación a la conciencia de la facticidad, se podría llegar a afirmar que el primer caso en que se aprecia la interrelación entre la generación de imaginario y su vínculo en la transformación del paisaje se da en el momento en el que el ser humano es consciente de la muerte de su prójimo o, más concretamente, de la nada a la cual se enfrenta. A partir de entonces, el ser humano elabora imaginariamente “una de las más remotas hipótesis místicas [...] la supervivencia de la vida más allá de la muerte”12 y, como señal en memoria del fallecido y de su marcha a otro mundo, deposita un túmulo sobre la tierra en la que ha sido enterrado. En este sentido, y como hemos procurado mostrar hasta el momento, la imagen circundante cumple una función decisiva en la institucionalización y cohesión de los modos de representación tanto de la realidad y la acción sobre la misma, como en la constitución del sujeto.
Esta falta originaria, que constituye a lo humano como tal, se resuelve de forma particular en el caso del capitalismo avanzado, pues remite a una estrategia de evasión, más que de asunción, que banaliza la muerte. Parecería que, mientras se constata el consumo cada vez más acelerado de las imágenes y, por tanto, la finitud de las mismas, nuestra conciencia de la muerte se viera cada vez más suspendida, al igual que el juicio crítico. Una evasión, por tanto, que interfiere en aquello que podría denominarse como trascendente asociado a lo humano. Más allá de la solución exterior al sujeto que las religiones han establecido a lo largo de la historia, el arte también ha mantenido un vínculo con la muerte, no de forma temática, sino como factor en el que la trascendencia íntima del sujeto se resuelve de forma estética.
No obstante, los fenómenos estéticos también han cumplido con una función de evasión de la muerte, siendo la presente la época de mayor exacerbación. Oteiza atribuía estas características a un arte desde la vida, pero que olvida la dimensión fáctica de lo humano, la muerte, como elemento definidor de su espiritualidad y trascendencia. Por tanto, abogará por un arte que tenga en cuenta la muerte, el sentimiento trágico (al igual que Unamuno y, en otros momentos, Heidegger), que se redime no por un olvido de aquélla a través el espectáculo expresivo sino una práctica indisolublemente asociada a una concepción “pedagógica” o de sensibilización política, en el amplio y originario sentido del término: destinado al polites, al ciudadano en la ciudad.
Untitled Film Still, Cindy Sherman, 1978. |
Esta despolitización de la conciencia y olvido de la muerte mediante el espectáculo expresivo puede que haya derivado en desajustes vitales, probablemente aquello que Julia Kristeva denunciaba al calificar esta como la época de las “enfermedades del alma”13. Y es que jamás se dará un replanteamiento fundamental en un sujeto que sopesa lo que tiene, y no lo que le falta. Porque, en definitiva, el exceso de ornamentación procura darlo todo, sin lugar a que el sujeto replantee lo que le falta, sin un espacio para que la experiencia estética capacite una formación autoconstitutiva del ciudadano. Una función del arte que puede centrar su operación en ese olvido ya anunciado por Heidegger, quien nos recuerda que “Los mortales habitan, en tanto que recurren a su propia esencia, esto es que permiten la muerte en cuanto muerte”14.
1 Ver: PETRARCA, Francesco, La ascensión al Mont Ventoux, Vitoria, ARTIUM, 2002 (orig. siglo XIV).
2 Ver: BURKE, Edmund, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, Madrid, Tecnos, 1987 (orig. 1797).
3 CASTORIADIS, Cornelius La institución imaginaria de la sociedad. Vol. I y II. Marxismo y teoría revolucionaria. Barcelona, Tusquets, 1983.
4 DELEUZE, Gilles GUATTARI, Félix. El Anti-edipo, Barcelona, Paidós, 1971.
5 DEBORD, Guy. La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 2002 (orig. 1967), p.38.
6 LOOS, Adolf. Ornamento y delito y otros escritos. Barcelona, Gustavo Gili, 1972.
7 Para más información, ver: JANIK, A. y TOULMIN, S. La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1983.
8 FOSTER, Hal, Diseño y delito, Madrid, Akal, 2004.
9 CASTORIADIS, Cornelius La institución imaginaria de la sociedad. Vol. I y II. Marxismo y teoría revolucionaria. Barcelona, Tusquets, 1983, p.231.
10 Para más información, ver: AA. VV. Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, Salamanca, Universidad Salamanca, 2001.
11 Para más información, ver: GROYS, Boris, Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, Valencia, Pre-textos, 2005.
12 MALINOWSKI, Bronislaw. Una teoría científica de la cultura, Barcelona, Edhasa, 1970, p. 184.
13 KRISTEVA, Julia, El porvenir de una revuelta, Barcelona, Seix Barral, 2000.
14 HEIDEGGER, Martin, “Construir Habitar Pensar” (1951), en Chillida, Heidegger, Husserl. El concepto de espacio en la filosofía y la plástica del siglo XX, Universidad del País Vasco/ EHU, 1990, p. 189.
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