:: Conferencia sobre patriotismo (I/III)
:: Conferencia sobre patriotismo (III/III)
Salgamos al paso de una primera posible tergiversación, que nos han propinado una y otra vez, sobre todo algunos intelectuales: que esta concepción del patriotismo es estrecha y ahistórica, y debe ser sustituida por otra más universal. En suma, la oposición entre el localismo inevitable de las “patrias” y los nacionalismos, y el universalismo e las posiciones francamente internacionalistas.
Es una crítica sobre la que hay que estar alerta, porque es frecuente, y porque es sumamente equívoca. A menudo la divisa pro-universalismo suele ser acogida por intelectuales de Estados políticos modernos de forjación imperialista, quienes temen la destrucción de su patriotismo anexionista y, a la vez, separatista; es decir, de los que esgrimen su “universalismo” en beneficio de su propia nación, condicionando así el sometimiento de las demás naciones. En suma, una forma de peligroso chauvinismo. Algo semejante a los que motejan de provincianos a otros países, sin haber superado el provincianismo de su propio país. El patriotismo de integración nacional que sostenemos, no se opone a ningún valor cultural, menos universal, porque entiende ser un proyecto genuinamente uni-versal.
En primer término y por la vía de una sencilla observación elemental, no se ve de qué manera podría alguien tener voluntad universal sin partir del reconocimiento de un arraigo en lo singular de su pueblo. Un juicio universal es siempre un juicio por compleción de singularidades. La única manera de ser universal, entonces, tendría que partir del reconocimiento de lo singular. ¿Qué decir de quien alcanza la universalidad prescindiendo de su arraigo en su propia singularidad? ¿Querría alguien ser personal en esa perspectiva? Supongo que no estaría dispuesto a convertirse a sí mismo en una abstracción de singularidad vacía. Para un vasco, para un irlandés, etc., para todo aquél que se reconozca vinculado a un pueblo originario, la universalidad sólo puede lograrse ahondado con la mayor profundidad posible en su dimensión nacional: el vasco en su vasquía.
Obra de Cástor Narvarte. |
Resulta una puerilidad, claro está, pensar que la realidad se va a transformar con el uso o desuso de determinadas palabras. Bien pueden suprimirse del vocabulario las palabras patriotismo, nacionalismo, pueblo, identidad consigo mismo, etc., pero no desaparecerá por eso el nazismo, el odio interracial, la prepotencia de los Estados y todas las lacras de una violencia históricamente reptante. Lo que habría que hacer, hoy y siempre, es educar el humano comportamiento y preocuparse por cimentar una cultura, no de las palabras, sino de los sentimientos y de las ideas.
El “internacionalismo” del todavía cercano pasado es utópico, lo es porque se afirma sobre la ausencia de sí mismo; vean ustedes la paradoja implícita: viene a ser un ideal en hueco, un ínter sin componentes, esto es, sin naciones. Su única posibilidad real es la interacción de las naciones, proyectando el nacionalismo en una labor de mutuo reconocimiento y de amistad inter-naciones.
Ese presunto internacionalismo revela, además, falta de conciencia clara de la realidad. Frente al autoritarismo opresor, imperialista del estado Moderno, de nada vale un colectivismo que somete y anula, minado por lo común de nihilismo, escepticismo y quien sabe cuantos desperdicios más.
En otro sentido aparece esa falta de conciencia de la realidad, que suele afectar a menudo a los medios intelectuales. Hemos tenido ocasión de asistir a un hecho histórico de primera magnitud con el múltiple proceso reivindicatorio de las naciones sometidas al neozarismo ruso, en una escala impensada por nosotros. Y es que el sentimiento patriótico es tan poderoso y puede ser aún más que el sentimiento de familia, o correligionario... Es el vínculo histórico inmediato del hombre. Si el hombre no es un Robinson aferrado a su isla y roca personales, tampoco es inmediatamente, para su compromiso histórico, un “ciudadano del mundo”, como desde la Antigüedad se nos viene diciendo. Ese credo es valioso en cuanto afirma la condición humano – universal del hombre, indispensable para toda convivencia éticamente tonalizada. Pero no es eso originariamente desde el punto de vista histórico: sólo lo es, de modo innegable, una conciencia y un sentimiento comunitario que encuentra su primera franja válida en el sentimiento y la conciencia de inserción viva y activa en un pueblo histórico, es decir, en una nación. Tan evidente es esto, por toda clase de hechos, y tan indudable su valor positivo, cuando es cultivado inteligentemente y con buena voluntad, que uno de los imperativos que debe preocupar más a una educación de futuro, pienso que ha de ser el cultivo de la conciencia nacional. No de su rechazo o extinción, que es medida en lo esencial imposible, y aún nociva, sino la tarea de abrir la conciencia patriótica a una realización humanamente digna.
Yo doy un valor capital a este nexo patria – historia. Si no fuera por este arraigo histórico peculiar a cada pueblo, no tendría tanto vigor, tanta pasión el entronque de cada pueblo con su nación. La nación es la si-mismidad histórica de cada pueblo, y el respeto de esa mismidad debería ser algo cercano a lo sagrado. De hecho, si tanto significa para la conciencia moral el respeto hacia cada individuo y sus derechos personales, tanto y más ha de pesar el respeto a la identidad de cada pueblo. Dicho de otro modo, sería una abstracción pensar que cada individuo sea sólo su situación individual en un espacio – tiempo dado. Ni tú ni yo somos sólo individuos ubicados con el resto de los seres humanos en una sociedad mejor o peor caracterizada, no somos una ecuación circunstancial entre individuo y medio; tú y yo y todos nosotros convivimos en un ámbito cultural complejo y multidimensional, en el cual distinguimos un primer arraigo comunitario en la nación concebida como patria. Es como la tierra en la que ponemos los pies y nos sostendremos en sentimiento, conciencia de sí y valores comunitarios. De donde el ser patriota no es más que el modo de elevar a plena conciencia y asumir cada uno su propia condición humana, que es de naturaleza histórica.
Hay, por cierto, patriotismos y patriotismos, como hay nacionalismos y nacionalismos. Y el uso mezquino criminal de algunas formas de adhesión al proyecto nacional no justifica su repudio. Sería como repudiar a la familia, como institución, porque en casos determinados alguno o algunos individuos son dañados por ésta. O que se aborrezca de la política sin excepción porque hay malos políticos y políticas. La decisión es tan mezquina y ciega que no merece ser tomada en cuenta.
No apoyamos el patriotismo que odia la patria ajena, que acaba en la orgía de las banderas y en el chauvinismo, porque eso no es patriotismo a nuestro juicio.
Puestos en la circunstancia vasca, hay que hacer resaltar que Euskadi o Euskalerria –la palabra en este caso no importa– es un proyecto nacional no cumplido históricamente, cuyos rasgos más acusados son la ausencia de unidad política y cultural. No hay duda de que el pueblo vasco ha vivido hasta hoy con una conciencia nacional insatisfecha, por lo menos durante varios siglos. Insatisfecha y rebelde ante los atropellos que ha tenido que soportar.
En estas circunstancias, abogar por el antipatriotismo puede ser suicida y, en todo caso, desconoce o menosprecia el enorme esfuerzo y tesón de los pueblos por intentar reivindicar sus derechos y sus deberes, enaltecer y perfeccionar su cultura en todo sentido.
Sería una verdadera desgracia que los vascos perdieran su patriotismo por una equívoca interpretación de su esencia y de su valor. Y lo mismo pienso de todos los pueblos. En vez de pugnar contra las patrias, cosa al borde de lo absurdo, o sostener un internacionalismo amorfo como ha sucedido en el pasado reciente, yo me inclinaría a favor de un internacionalismo omnipatriótico, esto es, que comprendiera a todas las patrias, proyecto concebido como unión concentrada entre todos los países, sin excepción.
Obra de Cástor Narvarte. |
Es claro, también, que existen situaciones nacionales de diversa índole, y que patriotismo y nacionalismo deben ser diferentemente valorados en lo concreto. La situación de países tales como Euskadi, Cataluña, Córcega, Escocia, Irlanda... comparada con España, Francia, Italia, Inglaterra es muy diferente, como es obvio. Unos son restos, heroicos o no, de un pasado y presente de sometimiento a un conglomerado de naciones que los desborda. Los otros, constituidos en estados prepotentes, tienen una situación política y cultural bien asentada en el conjunto de los Estados, con poder reconocido universalmente. El acto de equiparar a unos y otros sólo es explicable por la mala fe, cuando no por un completo despiste.
España, para referirme a un caso inmediato y bien conocido, no tiene el problema de obtener su unidad política, porque la ha logrado con creces, aún a expensas de otros países; ni el de un idioma cuya extinción deba evitar; por el contrario, el castellano avanza hasta hoy poderosamente en el mundo y se incrementa, año tras año, el número de los que lo hablan y cultivan, lo cual es espléndido, sin duda, y tenemos que alegrarnos de que sí sea. De aquí que un nacionalismo español tenga que ser considerado de signo diferente y cultivado en el seno de un sentimiento patrio bien vigilado.
La situación de Euskadi es, claro está, diferente. Un pueblo dividido en tres fracciones, dos bajo la jurisdicción del estado español, la otra de Francia, con una lengua hasta el momento en receso y una legislación que a duras penas trata de tonalizar de acuerdo con su tradición, entre otros datos negativos más, no puede suscitar el mismo sentimiento patriótico que el francés o el español ni la misma actitud del patriota. Todo patriotismo debe ser cultivado por la presencia de la situación histórica de cada pueblo, porque olvidar ésta equivale a perder de vista su realidad más propia y a poner en peligro su propio proyecto como pueblo. El patriotismo, según lo entiendo, es, además de lo visto, un deber, es un deber de conciencia que aflora con el reconocimiento de la identidad nacional, y como tal deber, un imperativo moral (dicho sin énfasis, pero sin lenitivos).
Las naciones tienen sello histórico diferente y a esas diferencias corresponden distintos proyectos patrióticos. Hasta tal punto es así que a pueblos como Euskadi se les ha negado la condición “nacional”, por obra y desgracia de una identificación prepotente y obstruccionista de estado con Nación.
Por su lado puramente teórico, el concepto de nación es difuso y variable. Y también como realidad conceptuable suele ser equívoco. Llamamos aquí nación, en sentido propio y primero, al pueblo constituido en unidad de lengua y tradiciones comunitarias. Si se le añaden características radicales y mitología o religión propia, será nación por añadidura. Pero estos últimos son datos más bien secundarios y equívocos.
En términos menos precisos, nación es comunidad de origen para un pueblo con alguna raíz común, que a veces es sólo histórica –de eventos y cultura– o de intereses.
Por lo general se ha tendido a identificar nación con Estado político separado. En sentido más amplio significó entre los romanos género y clase, de entes animados y hasta inanimados. Pero el sentido más usado en autores como Cicerón, César, Quintiliano, pasó a designar pueblos y gentes con alguna denotación característica, siempre claramente diferenciada.
Tiene raíz común con natura y nascor (naturaleza, nazco), una de cuyas formas nominales derivadas es natus, nacido y nacimiento. Natio significó en un primer sentido “nacimiento” y en plural “hijos” y “descendientes”. De donde nación, en este uso primitivo, por originario, denota el ser “nativo” de tal o cual comunidad gentilicia, la que posee o a la que se atribuyen rasgos singulares entre otras comunidades.
En la evolución histórica del vocablo distinguiremos tres acepciones dominantes: La primera es la recién señalada; la segunda el uso medieval, quizá ya desde el siglo VII con los godos y la fundación de la primera “nación” – según se nos dice -, España “Nación” es, aquí, territorio o región unificable, de hispanorromanos y godos. La monarquía tiene en esta coyuntura significado sobresaliente, que persiste después, en los siglos posteriores, bajo la divisa rex, gens et patria.
Rex es el principio del poder y patria el de la unificación de la gens, y la idea de “nación” reemplaza al “imperio”. La tercera acepción apunta a la idea de comunidad unida por intereses comunes (históricos, económicos, bélicos, etc.). Sigue primando la idea de territorio unificado bajo una misma jurisdicción, ausente en la acepción primera, pero ya presente en la noción monárquica. Y desde el siglo XVIII se rodea de cierta mitología.
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