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Getaria. Una Historia desconocida (1397-1797)

Xabier ALBERDI LONBIDE
Carlos RILOVA JERICO

Más allá de una bonita fotografía, más allá de la apariencia de un destino turístico fijado en el manoseado “marco incomparable”, Getaria es un lugar dotado de un valor que, quizás, aún no se conoce lo suficiente.

En efecto, podemos considerar que pasear por sus calles, comer en sus restaurantes, bañarse o tomar el sol en sus dos playas, nos basta para volver contando que hemos pasado un gran día de vacaciones. Sin embargo, si nos fijamos con atención en lo que nos rodea, hay mucho más allá de esas apariencias. De hecho, Getaria tiene elementos históricos y artísticos que deberían haberla convertido, hace tiempo, en ese destino —como ocurre, a otra escala, con Praga, Budapest, París etc...— que deseamos visitar porque en él hay “cosas” que no pueden verse en ningún otro sitio...

¿De qué se trata? Podemos empezar ese paseo por lo desconocido en su iglesia.
Lo que hoy vemos tiene poco que ver con lo que allí se levantaba en el año 1397. En esa fecha, la iglesia parroquial de San Salvador de Getaria no tenía la magnificencia gótica que ahora podemos ver dentro y fuera del edificio. Sin embargo lo que pasó en esa construcción religiosa algo más modesta en el verano de 1397 fue un acontecimiento extraordinario, por no decir único, en la Europa medieval.

En efecto, cuando se desciende a la cripta, al único lugar que sobrevivió al incendio que ese mismo año de 1397 devoró la mayor parte de la villa, se debe saber que estamos ante los restos del lugar en el que se reunieron las primeras Juntas guipuzcoanas dignas de tal nombre para tomar medidas que, en el resto de Europa, no se llevarían a efecto, y por vías distintas, hasta la revolución del año 1789. Fue en el coro de esa iglesia, utilizado como Parlamento —más o menos del mismo modo que aún hoy día se puede ver en la famosa Cámara de los Comunes británica—, donde se decidió que no se aceptarían en Gipuzkoa los abusos señoriales que en otras zonas del Continente —de hecho, en su mayor parte— tenían carta de naturaleza plena. Ciertamente, la lucha contra los bandoleros feudales continuó después de ese día de julio de 1397, lo cual significa que aquellas medidas tuvieron menos efecto del esperado hasta, por lo menos, el año 1456. Sin embargo, cuando entremos en esa cripta, debemos saber que estamos viendo uno de los primeros lugares de Europa en los que se puso en cuestión con éxito el hecho de que alguien, por el hecho de haber nacido de una determinada familia, pudiera ostentar privilegios por encima del resto de sus convecinos.

Vista general de Getaria y la bahía de Malkorbe, escenario de la batalla de 24 de julio de 1638

Vista general de Getaria y la bahía de Malkorbe, escenario de la batalla de 24 de julio de 1638.
Foto: Zehazten Z. K

Al salir de la iglesia, haríamos mal en darnos la vuelta creyendo que Getaria ya nos ha enseñado todos los monumentos especiales que tienen sus calles como emplazamiento.

En efecto, si bajamos por el túnel sobre el que se eleva su parroquia, convertida en una pequeña catedral después de su reconstrucción tras el incendio del año 1397, llegaremos ante lo que queda de sus murallas. ¿Había en ellas algo de particular? ¿Fueron el escenario de alguna batalla importante? Bien, comencemos por la primera de las dos preguntas. Así será más fácil contestar a la segunda.

Los restos que podemos ver de esas fortificaciones, especialmente los de la llamada “Katrapona”, son los vestigios de una peculiar estructura defensiva que trató de adaptarse al difícil terreno que ofrecía Getaria a los ingenieros militares.

Así es, entre los siglos XVI y XVIII, esos especialistas en obras defensivas solían disponer sobre el terreno una serie de baluartes avanzados, cortados en ángulo, y cuyo objetivo primordial era introducir a las fuerzas atacantes en una especie de laberinto mortífero en el que quedaban atrapadas bajo el fuego cruzado de los defensores. La ciudadela de Pamplona, o el castillo de La Mota en Urgull —o los restos de muralla de Hondarribia, en menor medida—, constituyen todavía hoy un perfecto escenario en el que revivir esa inquietante sensación y, al mismo tiempo, ver un también perfecto ejemplo de ese despliegue de obras defensivas.

En el caso de Getaria, ese sistema era sencillamente imposible de llevar a la práctica en la zona de la villa que daba sobre el mar. Allí, la colina en la que se asienta esa población, caía prácticamente a pico sobre las aguas, sin terreno llano, por tanto, en el que desplegar baluartes como los de Pamplona, San Sebastián, Hondarribia, Bayona, o muchas otras plazas fuertes europeas.

La solución ideada por Hércules Torrelli en el año 1707, por medio de un proyecto que dará su forma definitiva al peculiar recinto amurallado de Getaria, fue crear una serie de fuertes independientes, separados por un sistema de muros y rastrillos. De ese modo, el enemigo que quisiera tomar al asalto Getaria debería rendir, una a una, esas pequeñas fortalezas, viéndose así ante el mismo problema que le hubiera ocasionado el atacar un sistema de baluartes convencional al estilo de, por ejemplo, los de la ciudadela de Pamplona. Es decir, sufrir atroces pérdidas de hombres entre sus tropas de asalto hasta conseguir la rendición de la plaza.

Y, dicho esto, cabría preguntarse para qué clase de peligro se habían tomado medidas tan ingeniosas. ¿Realmente era Getaria una plaza fuerte tan importante como para justificar aquella inversión de ciencia militar y de dinero? La respuesta a esa pregunta la tuvieron en sus labios, en el año 1638, personajes tan bien conocidos hoy día como el cardenal Richelieu.

Así es. La guerra abierta entre la España de los Austrias y la Francia del famoso cardenal en el año 1635, la que duraría hasta la Paz de los Pirineos de 1659, tendrá uno de sus momentos álgidos en Gipuzkoa, durante el verano de 1638. El objetivo de esa ofensiva era abrir paso al ejército de Luis XIII hasta Madrid o, como mínimo, permitirle anexionarse un territorio tan estratégico, en todos los sentidos, como el guipuzcoano.

Para eso se puso sitio con un ejército de 20.000 hombres a Hondarribia. Un asedio que esa población resistirá más allá de dos meses. Sin embargo, para que esa operación tuviera alguna posibilidad de éxito, era imprescindible bloquear por mar Hondarribia e imponer el dominio naval francés en toda la costa guipuzcoana. Esto exigía obtener el control de un puerto adecuado para acoger la gran flota francesa —compuesta de unos 50 buques de guerra bajo el mando del arzobispo de Burdeos— en el caso, más que probable, de necesitar refugio frente a las destructivas galernas estivales que todos los años azotan la Costa Vasca. El puerto de Pasajes no ofrecía las condiciones necesarias a causa de su estrecha bocana, que impedía llevar a puerto con rapidez una escuadra de esas dimensiones. La única alternativa era, por tanto, la ocupación del magnífico puerto de Getaria. Abierto, pero al mismo tiempo protegido.

Fue por esa razón por la que tuvo lugar en ese emplazamiento una formidable batalla naval, que destruyó la escuadra española al mando del almirante Lope de Hoces, llegada a Getaria en socorro de Hondarribia. Sólo uno de sus galeones logró sobrevivir al ataque francés con brulotes lanzado el día 24 de julio de 1638, que convirtió la magnífica rada de Getaria en una verdadera ratonera para esa escuadra.

Sin embargo, fue una victoria perfectamente inútil. La segunda fase del asalto, que debía culminar con una operación de desembarco para tomar Getaria, sin la cual el control del puerto no servía de nada, acabó en un verdadero desastre militar para el arzobispo de Burdeos, en cierto modo preludio del que sufriría el ejército de asedio ante Hondarribia el 7 de septiembre de 1638.

Réplica del monumento a Elcano erigido por Manuel de Agote en 1800

Réplica del monumento a Elcano erigido por Manuel de Agote en 1800.
Foto: Zehazten Z. K.

La Artillería emplazada en el Frente de Mar y los escuadrones de mosqueteros de las milicias vecinales de Getaria, Zarautz y otra poblaciones próximas, impidieron que ni siquiera un sólo infante francés llegase vivo ante el acceso a las murallas de Getaria. La única opción que quedó al arzobispo fue la retirada. Así acabó aquella batalla, hoy desconocida, en la que los planes del cardenal Richelieu fracasaron estrepitosamente, comenzando a resquebrajarse la brillante estrategia urdida durante la primavera del año 1638...

Aparte de lo dicho hasta aquí ¿hay algún motivo más para visitar Getaria, más allá de sus evidentes valores gastronómicos, paisajísticos, climáticos...?, ¿algún personaje?, ¿algún otro acontecimiento importante? La respuesta es, en ambos casos, afirmativa.

Con respecto a los personajes podríamos hablar de Manuel de Agote y Bonechea y, de rechazo, de su primo Domingo de Bonechea. ¿Quiénes eran estos dos caballeros de la segunda mitad del siglo XVIII? Para empezar se podría decir que, caso de haber sido franceses o anglosajones, probablemente hoy día ya habrían sido elevados a la categoría de mitos y estaríamos casi hartos de ver y leer sus increíbles aventuras desplegadas, una y otra vez, en libros de Historia, biografías al uso, películas, comics... No es para menos si tenemos en cuenta que Domingo de Bonechea fue uno de los primeros descubridores y exploradores del archipiélago de Tahití, entre el año 1772 y el de 1775, cuando murió, precisamente, en uno de sus viajes de exploración.

La carrera de su primo fue aún más exitosa. Sobre todo si la medimos por el número de años que pudo dedicarse a esas labores. En efecto, Manuel de Agote, desarrolló su actividad de navegante, explorador, agente de la Compañía de Filipinas en exóticos mercados —Vietnam, China, la península de Nutka...— desde el año 1779 hasta el de 1797. Durante esas cerca de dos décadas, viajó incansablemente por el cabo de Buena Esperanza, por el mucho más peligroso estrecho de Magallanes, por el Pacífico, por el Índico, por la costa atlántica de África...

En el año 1787 tuvo incluso el privilegio de compartir cubierta y expedición con Alejandro Malaspina, a quien, como consta en su documentación personal, incluso le enseñó algunas palabras en su euskera natal, por otra parte sólo uno más de los idiomas —latín, inglés, francés, algo de italiano...— que aquel agente comercial de la Compañía de Filipinas dominó.

Esos fabulosos viajes quedaron minuciosamente plasmados en una serie de diarios de un valor incalculable, al estar repletos, en primer lugar, de detalladas observaciones sobre el modo en el que se manejaban en el siglo XVIII barcos de vela de alto bordo —mercantes y adaptados para guerra, como el Hércules o la Astrea—, observaciones climatológicas sistemáticas, mapas, acuarelas pintadas por el propio Agote y, sobre todo, páginas llenas de zafarranchos de combate, de ataques de piratas —en el Atlántico, en el Mar de China...—, de guerras por el control comercial de determinadas áreas contra reyezuelos como el de la actual Vietnam, de traficantes de opio despiadados pero amparados y organizados por la Compañía Británica de las Indias Orientales que, por cierto, siempre tuvo a Manuel de Agote en muy alta consideración por muy buenas razones...

Unos miles de páginas que describen así, de un modo único e irremplazable, un mundo completamente exótico, o poco menos, para los europeos de la época y para nosotros hoy perdido, a menos que se preserve y difunda adecuadamente el patrimonio que nos legó aquel hombre. El mismo que a su regreso a Getaria, y ejerciendo como alcalde, erigió en 1800, en el último año del siglo XVIII, una estatua a Elcano que pagó con parte de las inmensas riquezas que obtuvo en Asia. Monumento con el que lo reconocía como su precursor, expresándolo en latín, en castellano y también en euskera. Inscripciones de las que aún hoy día podemos encontrar algún eco en la réplica que se levanta ante la bahía donde los planes del cardenal Richelieu se hundieron para siempre en el verano de 1638...

Por lo que respecta a acontecimientos importantes en Getaria durante la segunda mitad del XVIII, en la que se forja nuestro mundo actual, ocurre más o menos lo mismo que con personajes como Domingo de Bonechea y Manuel de Agote. De haber tenido lugar en Plymouth o en Brest, hoy día es muy probable que hasta los niños que empiezan a leer ya sabrían de ellos. Es así, fruto de ese complejo de inferioridad colectivo tan nuestro, como el intento en 1794 de hacer de Gipuzkoa una república satélite de la francesa, ha pasado desapercibido, sin ser estimado en su verdadera importancia.

Por lo general, sólo se ha discutido políticamente ese intento de secesión, en medio de la invasión del ejército revolucionario francés, orquestado por otros getariarras dieciochescos, como los diputados generales José Fernando Echave Asu y Romero y Joaquín María de Barroeta Zarauz y Aldamar, sin advertir su verdadero, y fundamental, significado. Esto es, que gracias a esa satelización de Gipuzkoa se habría establecido una cabeza de puente revolucionaria en el corazón del mayor imperio mundial en aquel año 1794, es decir, el que se gobernaba desde el Madrid de Carlos IV.

De haber prosperado aquel proyecto, la Historia de Europa, y con ella la del resto del Mundo, hubiera sido sin duda muy distinta a la que conocemos hoy día. Un gran envite que se jugó en esas calles que, como esperamos haber demostrado, hay más de un buen motivo para visitar. Antes o después de disfrutar de sus restaurantes y playas...

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