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Oñati... y la sangre se hizo tinta

Juan AGUIRRE SORONDO

Si de alguna villa guipuzcoana puede afirmarse que transpira abolengo en sus paredes, que recorriendo su geométrico trazado sentimos el viento de la historia tiempo mientras nos cosquillea la curiosidad ante los secretos centenarios que parecen esconder sus hidalgas construcciones, esa es Oñati. Recias casas, variedad de estilos, dinteles con potentes escudos casi siempre belicosos, arcos apuntados que nos introducen a viviendas, comercios y talleres, zaguanes, miradores, cartelas barroconas, románticas plazuelas...

La Plaza de los Fueros resume en su estructura abierta el espíritu de una villa que nunca conoció murallas ni disputó contra enemigos externos, atenazada entre el dominio de su señor y las luchas banderizas que sus vecinos protagonizaron durante el medievo. A su nacimiento como población e incorporada a Gipuzkoa mediando el siglo XIX, los txantxikuak (sapos se llama a los oñatiarras desde tiempo inmemorial, lo que sugiere cuentos infantiles de príncipes y sortilegios) quisieron manifestar en la planimetría de sus calles y en sus nuevas construcciones la apertura de su mirada —y con ella de su porvenir colectivo— a otros espacios y a otras experiencias.

Ilustración: Josemari Alemán

Ilustración: Josemari Alemán.

En esos años se levanta la Plaza de los Fueros, que supera la secular división de la villa entre kaleberritarras y kalezaharras mediante la confluencia de las calles Zumalacárregui y Kaleberri, líneas de fuga hacia Arantzazu y Álava la primera, y hacia Legazpi la segunda. Pero esta plaza, en muchos aspectos única en la provincia, lo que sobre todo representa con vigor y clarividencia es la victoria definitiva del pueblo llano, del “tercer estado” oñatiarra.

El bergarés Mariano José de Lascurain concibió un conjunto homogéneo, airoso y con vocación popular apoyado en la preeminente silueta de la Casa Consistorial, espléndido edificio de Martín de Carrera de la segunda mitad del XVIII muy representativo del barroco edilicio vasco. Sobre herrajes, molduras y rocallas, el escudo del hastial proclama el triunfo del poder municipal sobre las casas nobles secularmente enfrentadas. Viene con ello a decírsenos que Oñati, en el corazón de un circo de montañas, surgió de la inquina y la violencia entre bandos. Pero la sangre se hizo tinta cuando del campo de batalla floreció la primera sede universitaria vasca.

Entre el consistorio y la parroquia, se despliega un espacio porticado en tres lados y en el cuarto una zona ajardinada que antecede al frontón. Además de ampliar la perspectiva —como ya analizara Jorge Oteiza—, el frontón subraya estéticamente que sus moradores, al par que aunar esfuerzos (ayuntamiento) y proyectarse hacia el porvenir con su largo y azaroso pasado como único bagaje (magníficamente representado por el palacio-torre de Lazarraga), comparten la voluntad común de hacer de su núcleo un cuerpo social solidario.

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