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El imprescriptible derecho a la VERDAD

Balbino GARCÍA DE ALBIZU JIMÉNEZ

“El salvaje terror de retaguardia” le llamó Unamuno a la represión que se aplicaba, ante sus ojos, en Salamanca, en diciembre de 1936, pocos días antes de morir. Aquella represión se abatió, con diverso formato e intensidad, sobre cientos de miles de civiles no combatientes, fuera del frente bélico y exclusivamente por su ideología, la suya o la de un miembro del grupo familiar. Unos la sufrieron directamente, en su inmediatez, y otros, los próximos, la vivieron, y la viven hasta el final de sus días.

La represión de civiles generó una espesa niebla, todavía no disipada. Una niebla compuesta de dolor y de silencio. Y el silencio, recurro de nuevo a Unamuno, “es la peor mentira”. Es la peor porque es la más eficaz. Y, como digno hijo del dolor y del miedo, que se prorrogaron a la vista de los resultados, el silencio habitó entre nosotros.

Pero la represión, con o sin resultado de muerte, fue siempre delictiva, y la aplicaron victimarios concretos sobre individuos concretos, mediante medidas concretas. Se derivó de causas concretas y provocó consecuencias concretas. Aunque esos hechos delictivos se cometieron de acuerdo con instrucciones emanadas del poder y su ejecución tuvo su tutela, las listas de penitencias y de penitenciados se hicieron en ayuntamientos, sacristías o cuartelillos, con absoluta discrecionalidad local.

Y se intentó ocultar todo ello para que no fueran descubiertos, o reconocidos, sus autores concretos. Y al finalizar los cuarenta años de poder absoluto y dictatorial, no se procedió a una búsqueda decidida y esforzada de la verdad, sino que se le dio una larga prórroga al silencio y al engaño, por lo que la verdad siguió enterrada. Pero la verdad tiene una cualidad magnífica y es que no caduca. Puede parecer desmejorada y debilitada, puede pasar largos períodos aletargada, pero es muy agradecida con los esfuerzos honestos de reavivarla.

La demanda individual, o de pequeñas zonas, exige esclarecimientos individuales o microhistoria. La tarea es enormemente laboriosa, pero es la única que puede dar respuesta, no ya a una demanda, sino a un derecho irrenunciable.

Han transcurrido ochenta años vergonzantes, lo digo porque el plazo debiera ruborizar a todos los ciudadanos, ya que el conocimiento de la propia historia es higiene mental y a nadie ha hecho daño nunca, como el agua y el jabón, salvo a quienes aman la mugre.

José María Jimeno Jurío, maestro y amigo, iniciaba ese recorrido tras morir el dictador. Y fue pionero en la recuperación de la memoria y de la voz, de los testimonios, de la historia de la represión producida sobre los civiles “en una Navarra, sin guerra y sin trincheras”. Ya advertía él de un peligro, el que “... al ocuparse de la pérdida de vidas humanas y en concreto de las víctimas de la represión, la atención popular y de muchos autores se ha centrado principalmente en calcular el número de muertos, basándose a veces en rumores y otras fríamente, como si las víctimas fuesen piezas de artillería sin vida, sin sentimientos, sin ideales, sin familias, sin una misión en la sociedad”. De ahí su detallada e individualizada encuesta de miles de ciudadanos en unos años en que el miedo imperaba aún en muchos pueblos.

Sima de Urbasa

Navarra. Sima de Urbasa,.

Cuarenta años después, el balance no es muy alentador, porque los muchos años transcurridos han diezmado a los victimarios y a las víctimas Quizá eso abarata las soluciones, pero no ha solventado el problema.

Los símbolos y los gestos son lenitivos, porque pueden confortar o proporcionar consuelo, pero no sanan, porque no esclarecen lo ocurrido y nunca dan respuesta a la demanda de conocimiento de los hechos. Con demasiada y creciente frecuencia, son una fórmula para abaratar los costes de la Memoria Histórica, por la vía de la simplificación y de la colectivización.

Y la VERDAD es también el único recurso efectivo para evitar la repetición de errores colectivos graves. Cualquier hecho violento ocurrido en nuestro entorno es investigado exhaustivamente. Lo demanda la justicia y, sobre todo, la prevención.

Esa investigación histórica es igualmente imprescindible en este caso. Y procede llevarla a cabo como aconsejaba Cicerón hace dos mil años: “No decir ninguna mentira, no ocultar ninguna verdad y escribir sin odio, sin ira y sin rencor”.

Hay un grave inconveniente para esclarecer esos acontecimientos y es que el tiempo transcurrido ha diezmado no solo a víctimas y a victimarios, sino también a los testigos y a sus aportaciones. Como contrapartida, se está abriendo el acceso a diversos archivos, hasta fecha reciente inaccesibles, que pueden contribuir a esa reconstrucción de los hechos objetivos tan necesaria.

Ya recurrió a ellos Jimeno Jurío, que obtuvo de actas municipales e inscripciones de defunción o desaparición fuera de plazo, datos muy interesantes. Y en 2006 recomendaba esa vía Francisco Espinosa, diciendo que, transcurrido ya mucho tiempo, nuestra verdadera memoria histórica de la guerra civil se encuentra en los archivos, la selva archivera según sus palabras. Y hace mención a los que ya estaban abiertos y a los que quedan por abrir.

Mi corta pero intensa experiencia sobre un territorio reducido me permite avalar esas recomendaciones. Desde 2010 a 2016 he tratado de reconstruir la represión practicada, causas y consecuencias, en Améscoa Alta y Baja y en la vecina sierra de Urbasa. En ésta reposan, ya reinhumados, los restos de mi abuelo paterno allí asesinado, de quien llevo nombre y apellido.

Y algo he avanzado en reconstruir los actos de represión practicados en la zona. Me he nutrido de los testimonios tradicionales y también he explorado, hasta donde me ha sido posible, la selva archivera. Actas, Censos y Registros Civiles. De ellos, de Expedientes de Incautaciones, de Responsabilidades Políticas, de Depuraciones de Maestros y de Inscripciones de Desaparición y Defunción fuera de plazo, y de los informes que quienes instruían dichos expedientes demandaban y obtenían, algo más he llegado a saber sobre las represalias en el valle y sobre los asesinatos en el “matadero de Urbasa”. Todo ello redactado por quienes se levantaron en armas contra un gobierno legítimo y trataron de legalizar la ilegalidad. Así, he oído la voz de los victimarios, de hecho y de derecho.

Pero todas las catástrofes generan dos demandas: la de verdad, justicia y reparación de lo ocurrido y la de adopción de medidas para evitar su repetición. Y esa es una responsabilidad que debe ser asumida por toda la sociedad, al margen del tiempo transcurrido. Porque se hace uno cómplice, con efecto retroactivo, cuando silencia, oculta y se abstiene de condenar las fórmulas de represión aplicadas.

No quisiera contribuir a esa situación, que menciona Eduardo Galeano, en que importa más el funeral que el muerto.

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