De José Luis Zumeta se ha escrito mucho. Y de momento es la primera vez que escribo sobre él (y eso que lo conozco personalmente desde mis cinco años). Pero como todo llega, voy a escribir sobre la obra pictórica de un ser humano que siempre me ha caído muy bien por su afabilidad con los niños, y que me sigue cayendo bien por su plena humanidad hasta con los adultos.
Pero una cosa es que no haya escrito sobre él hasta ahora, y otra que no haya seguido atentamente su carrera artística desde los años 70. Y lo que puedo decir es que Zumeta cada vez es más pintor artista, y tiene un lenguaje artístico cada vez más depurado. Zumeta siempre ha ido evolucionando desde esa cantidad de pintura que ponía en cada cuadro y esa suerte de “horror vacui” que tanto le caracterizaba hasta los cuadros de ahora. Ya advertí su mejora desde la exposición en el Museo de Bellas Artes de Bilbao ya en la primera década del siglo XXI (y algún aviso había de ello en la exposición que hizo en Arrasate un año antes). Pero es que ahora lo que advierto es mayor ligereza en sus escenas, cuyos protagonistas son por una parte más visibles y encima tienen más aire para respirar y más espacio para evolucionar. Desde personajes suyos en plena acción a una serie de símbolos de carácter totémico.
Y sobre todo, cada vez más aflora el color, que al fin y al cabo si no es el distintivo de un pintor sí que puede ser la meta de todo pintor que se aprecie. Y cada vez hay en Zumeta más color.
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