Las contradicciones de los criterios lingüísticos de la Unión Europea (II-III)Escuchar artículo - Artikulua entzun

Itsaso EZENARRO
Traducción: Koro GARMENDIA IARTZA
Jatorrizko bertsioa euskaraz

2. El Tratado de Roma: el origen de los criterios lingüísticos de la UE

Napoleón a principios del siglo XIX y Hitler a mediados del XX, pensaron que era posible unificar Europa, partiendo de la hegemonía de una sola nación. La óptica actual para la construcción europea se basa, sin embargo, en planteamientos muy distintos.

Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, Europa adquiere una gran relevancia a nivel mundial, pero tras la II Guerra Mundial su imagen se presenta muy debilitada. Este decaimiento es, precisamente, una de las causas que llevan a la necesidad de crear la Unión Europea.

El modelo de unificación propuesto en el siglo XX, sin embargo, reniega de la hegemonía de un Estado, y propugna la unión de Estados soberanos en situación de paridad. En un primer momento, dicha unidad se asienta sobre factores exclusivamente económicos, pero los intervinientes se muestran convencidos de que los progresos en la unificación económica conducirán a la adquisición de compromisos políticos más solidarios, hasta llegar a formar la conciencia de una Europa unida.

De este modo, tras la suscripción en 1957 del Tratado de Roma, se crea la Comunidad Económica Europea (CEE), que persigue objetivos meramente económicos. De ella deriva la Unión Europea (UE), que responde al mismo planteamiento de unidad económica. En este sentido, se producen importantes avances en el sector de la economía, hasta el punto de llegar a unificar la moneda. Las competencias sobre la cultura y la lengua, sin embargo, siguen residiendo en manos de los Estados miembros, por lo que la Comunidad actúa con gran cautela, para no vulnerar las competencias estatales.

Los criterios lingüísticos de la Comunidad, sin embargo, se fijaron desde los mismos inicios de la CEE. En este sentido, el artículo 217 del Tratado de Roma dispuso que el régimen lingüístico de las instituciones europeas lo establecería el Consejo de Ministros por unanimidad, siempre y cuando no se vulneraran las disposiciones contenidas en el estatuto del Tribunal de Justicia.

En respuesta a este mandato, la primera disposición aprobada por el Consejo de Ministros, en abril de 1958, determina qué lenguas se emplearán en el seno de la Comunidad Económica Europea y en la Comunidad Europea de la Energía Atómica. En la medida en que nuevos Estados miembros han ido adheriéndose a la Comunidad, esta disposición se ha ido adaptando, a tenor del principio según el cual todas las lenguas oficiales de cada Estado miembro lo serán también de la Comunidad. A la hora de concretar las lenguas oficiales de la Comunidad, se escogió, por tanto, un criterio que concordaba con el principio de igualdad jurídica de los Estados.

La Comunidad contaba en sus comienzos con seis Estados miembros: Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo; sus lenguas oficiales eran, por su parte, cuatro: el francés, el alemán, el holandés y el italiano. Cuando en el año 1973 se incorporaron Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca, con el fin de conceder un estatus especial al gaélico, se creó el término “lengua de trabajo”; de ese modo, el gaélico sería lengua oficial, pero no lengua de trabajo.

En efecto, el Gobierno irlandés no solicitó que el gaélico fuera considerado lengua de trabajo, por lo que sólo se emplea en dos casos: por una parte, todos los tratados fundacionales son traducidos al gaélico (motivo por el cual también se denomina “lengua de los tratados”), y su traducción es asimismo oficial, por lo que tiene valor jurídico; por otra parte, los irlandeses tienen derecho a dirigirse en gaélico a las instituciones de la Unión, especialmente al Tribunal de Justicia.

Más tarde, el luxemburgués adquirió este mismo estatus. En el momento en que Luxemburgo se incorporó a la Unión, las lenguas oficiales del país eran el alemán y el francés, pero cuando más tarde pasó también a serlo el luxemburgués, el Estado miembro no solicitó que éste fuera declarado lengua oficial.

Transcurrido casi medio siglo desde la fundación de la CEE, el sistema lingüístico de la UE sigue atendiendo a la primera disposición que en su día adoptara el Consejo de Ministros: en todas las ampliaciones de la Comunidad, las lenguas oficiales de los nuevos miembros se convierten en lenguas oficiales y en lenguas de trabajo de la Comunidad. Se puede decir que la concreción de las lenguas de trabajo de una institución es un asunto que afecta a su funcionamiento interno, pero, en el caso de la Unión Europea, se ha convertido en el símbolo del compromiso adquirido con respecto a la diversidad lingüística de Europa. En la UE, el respeto a la diversidad lingüística es, más que un derecho, un principio de actuación de las instituciones. La Comunidad no se ha marcado ningún objetivo para la política lingüística, pero el aspecto más destacable de la misma es el haber convertido todas las lenguas oficiales en lenguas de trabajo.

Atendiendo a este criterio, desde mayo de 2004, la Unión Europea cuenta con 25 Estados miembros y 20 lenguas oficiales y lenguas de trabajo: el alemán, el francés, el inglés, el danés, el holandés, el castellano, el italiano, el griego, el portugués, el sueco, el eslovaco, el esloveno, el estonio, el húngaro, el letón, el lituano, el polaco, el checo y el maltés. Todos los documentos deben ser traducidos a estas lenguas, en el Parlamento Europeo se pueden emplear todas ellas, los ciudadanos pueden dirigirse a las instituciones comunitarias en cualquiera de ellas, y tienen derecho a recibir la respuesta en la misma lengua.

Vemos, por tanto, que en el siglo XXI se sigue actuando conforme al criterio establecido en los comienzos de la CEE: las lenguas oficiales de los Estados miembros son asimismo oficiales en la UE, y, excepto en el caso del luxemburgués y del gaélico, las lenguas oficiales son también lenguas de trabajo. Obviamente, este modelo de multilingüismo integral resulta ahora mucho más problemático que en el momento en que entró en vigor. Durante los primeros años podía ser adecuado para reflejar la diversidad lingüística y cultural de Europa, pero, debido a su paulatina extensión, el modelo resulta cada vez más complejo e irracional. Habida cuenta de las dificultades que tiene nuestra Administración para manejarse en dos lenguas oficiales, ¿es posible que una institución cuente con veinte lenguas de trabajo?

3. ¿SON TODAS LAS LENGUAS OFICIALES LENGUAS DE TRABAJO?

Durante en siglo XIX, la lengua más importante para las relaciones internacionales era el francés, y también lo fue durante los primeros años de la UE, por los siguientes motivos:

1. El francés era la lengua de la diplomacia y de las relaciones internacionales.

2. Era la lengua más extendida entre la élite intelectual occidental.

3. En las ciudades en las que se habían asentado las instituciones de la UE (Bruselas, Estrasburgo y Luxemburgo) se hablaba en francés.

A partir de la II Guerra Mundial, sin embargo, el prestigio internacional del inglés no ha cesado de aumentar, llegando a ser la principal lengua de comunicación internacional. También la presencia del alemán ha aumentado.

Las principales lenguas de la Unión Europea son las tres mencionadas; de hecho, el 80% de las comunicaciones orales se producen en dichas lenguas. A continuación, aunque muy por detrás, se encuentran el castellano y el italiano.

Otro tanto sucede en el plano escrito: la mayoría de los procesos administrativos internos de la Unión se desarrollan en inglés o en francés, si bien con posterioridad son traducidos a todas las lenguas oficiales. En este sentido, hay un dato significativo: la sección española de servicios de traducción realiza el 80% de sus trabajos del inglés y del francés. Aun cuando en principio todas las lenguas oficiales sean lenguas de trabajo, las principales son el inglés y el francés, luego el alemán, y a continuación, aunque muy por detrás, el castellano y el italiano.

No obstante, a tenor del criterio en vigor, todos los actos orales y escritos de la institución deben ser traducidos a todas las lenguas oficiales, lo cual, evidentemente, comporta importantes gastos económicos. Señalo algunos datos:

-Cuando la Comunidad contaba con quince Estados miembros, se traducían 1,5 millones de páginas al año; con 25 países, se traducen 2,4 millones de páginas. En los servicios lingüísticos de la Comisión, del Parlamento y del Consejo hay un total de 4.000 personas trabajando, y en breve se incorporarán otras 2.000 más.

-La expansión de la UE ha provocado algunas curiosas situaciones: pese a que se han convocado 135 plazas de traductor para el maltés, sólo se han presentado 40 candidatos. De igual modo, en el caso del letón sólo hay 82 candidatos para 135 plazas.

-Además del gasto que ocasiona el sistema de traducción, hay que reconocer que no resulta efectivo: las traducciones a las lenguas menos utilizadas se realizan con mucho retraso.

Este último punto tiene una clara explicación: las lenguas oficiales y las lenguas de trabajo no están realmente equiparadas; la ecuación es falsa. Para que tal igualdad fuera realmente efectiva, los funcionarios de la Comunidad deberían ser capaces de desenvolverse en todas las lenguas; sin embargo, tan sólo se les exige que conozcan, además de la lengua de origen, una lengua más, que la mayoría de las veces suele ser la lengua más extendida. El abanico lingüístico es, por tanto, bastante limitado. Por tal motivo, se ha decidido que cada institución comunitaria debe aprobar su propia normativa lingüística.

Por lo tanto, pese a que la Unión Europea declare que todas las lenguas oficiales son lenguas de trabajo, la realidad es muy distinta: las decisiones de las instituciones y los documentos que les sirven de fundamento se traducen a todas las lenguas; todos los Estados miembros y sus ciudadanos pueden emplear su lengua madre para relacionarse con las instituciones comunitarias; la información general sobre el funcionamiento de la UE se presenta en todas las lenguas oficiales. De ahí en adelante, sin embargo, las lenguas de trabajo de la actividad cotidiana de las instituciones son el inglés y el francés, y, en menor medida, también el alemán.

La expansión de la UE avivará el debate sobre la identificación de las lenguas oficiales y las lenguas de trabajo, ya que tan sólo la UE se atiene a dicho criterio, que es cada vez más insostenible y al que, además, no se le da cumplimiento. Pero hay también otro factor que, pese a no ser decisivo, tiene mucha importancia para nosotros: este criterio aparentemente basado en la democracia lingüística ha discriminado total y absolutamente las lenguas no oficiales.

Las contradicciones de los criterios lingüísticos de la Unión Europea (I-III)

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