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Carlos RILOVA JERICO
Xabier ALBERDI LONBIDE
Hace trece años, más o menos exactamente, José Antonio Azpiazu presentó un libro que causó cierta conmoción entre el público del País Vasco. Su título era realmente impactante: “Esclavos y traficantes. Historias ocultas del País Vasco”.
Pasado el primer susto, por así decir, hubo otros libros, publicados, más o menos en esas fechas, en los que nos fuimos acostumbrando a la idea de que los vascos habían sido, al igual que muchos otros europeos, traficantes de esclavos. Hugh Thomas en su obra titulada “La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos”, también nos curaba de ese espanto diciéndonos que uno de los últimos grandes negreros europeos fue alguien a quien, precisamente Azpiazu, llamaba en su libro “un ilustre vitoriano”, y que a mediados del siglo XIX se dedicaba a ese comercio oscuro.
¿Podemos afirmar así las cosas que ya se ha dicho bastante, y más que bastante, sobre la participación de los vascos en el comercio de esclavos que enriqueció y capitalizó las economías europeas?
Danton, destacado líder de la revolución de 1789, abogará
ante la Convención francesa por la abolición de la esclavitud
en las colonias francesas el 4 de febrero de 1794.
Foto: Carlos Rilova.
Seguro que ya habrán adivinado que la respuesta es “no”. Así pues, ¿por dónde podríamos empezar a contar estos nuevos apuntes sobre la Historia de los negreros vascos? Quizás un buen comienzo sería el punto cronológico en el que el libro de José Antonio Azpiazu acababa. Es decir, aproximadamente a mediados del siglo XVII, cuando los portugueses inician su guerra de independencia contra el rey de España y de las Indias. Un conflicto que se prolongará, más o menos, hasta el año 1668. Cuando esa potencia reconozca oficialmente que Portugal y sus colonias no son cosa suya, sino de la dinastía Braganza instalada en el trono serenísimo de Lisboa.
Eso dejaba a los españoles ante un grave dilema. Hasta ese momento, como se puede deducir del trabajo de Azpiazu ya citado, los que se encargaban de surtirles de esclavos para sus inmensas y productivas plantaciones en América eran los portugueses. Ahora era evidente que ya no se podía contar con ellos para ese delicado negocio puesto que habían renegado de la corona española, pasando a considerarla potencia ajena y enemiga.
Por lo tanto se debía buscar alguna solución, puesto que la monarquía imperial española continuaba necesitando de mano de obra esclava.
Ciertamente se encontró. Y consistió en que los súbditos de su católica majestad se involucrasen directamente en ese despiadado negocio ya que sus habituales proveedores les habían fallado.
Comienza así una Historia aún por escribir en gran medida. De hecho tan oculta como la que ya hace más de una década publicó José Antonio Azpiazu Elorza.
Los vascos súbditos de Felipe IV y Carlos II, los pioneros de esta nueva y siniestra aventura comercial, no quedaron, por supuesto, al margen de ella. Era sencillamente imposible pues ellos, de hecho, controlaban buena parte de la administración pública y el comercio de esa inmensa maquinaría de precisión.
El primero del que, hoy por hoy, tenemos constancia gracias a un documento del Archivo General de Indias —Escribanías 1028 B, expediente 9—, es un capitán bastante aventurero natural de Oiartzun: Ignacio de Maleo.
A bordo de un navío de 340 toneladas había salido de Andalucía en el año 1657, para llevar con él a varios jesuitas que iban a fundar en Paraguay lo que parece el embrión de las polémicas reducciones que, un siglo después, serán destruidas por los reyes de España y Portugal. Tras su viaje de vuelta, que no termina hasta el 20 de julio del año 1659, tendrá ocasión de dar noticias muy detalladas sobre lo que en esas fechas ocurre en las colonias españolas del Cono Sur. Especialmente en el puerto de Buenos Aires que le sirve de base en esos casi dos años de aventura por el Atlántico meridional.
Por ejemplo, que allí echaban el ancla, impunemente, y sin escándalo de nadie, barcos negreros. Ese era el caso del Alejandro Magno del capitán holandés Isaac Brat y de un patache tripulado por una bien avenida sociedad de emprendedores españoles y portugueses que anteponen el negocio a la guerra entre sus respectivos reyes. En este caso el de traer desde Angola cuatrocientos esclavos que desembarcarán en Buenos Aires después de que Ignacio de Maleo salga de allí con rumbo a Brasil. Cuando vuelva, el capitán oiartzuarra verá más navíos. Ingleses, de gran porte. Y otro más pequeño al que no identifica bien, aunque sí sabía que iba cargado de esclavos para el mercado bonaerense...
Esas son, de momento, las primeras noticias de vascos involucrados, aunque sólo sea como testigos, en esa reorganización del tráfico de esclavos que sigue a la separación de las coronas de Portugal y de España.
Cuando se investiga con algún cuidado no se tarda mucho en dar con otros mucho más enfangados en el asunto. Y dispuestos a contarlo con tanto detalle como Ignacio de Maleo.
Uno de ellos era Juan Antonio de Basabe, empleado como administrador -en la práctica capitán- del navío San Juan Bautista, tal y como lo declara en el descargo que da al Consulado de Cádiz —hoy conservado en otro documento del Archivo de Indias, Contadurías 1598—, para que se sepan las malas aventuras que ha corrido desde que levó anclas dejando atrás esa ciudad andaluza por la que pasaba todo el comercio, y la riqueza, que salía de los puertos de la América colonial.
Su accidentado viaje había empezado a fines de mayo de 1679. Desde ese momento comenzó a sufrir toda clase de azares que no terminarían hasta diciembre de ese año, en la costa de América.
Pero esta historia, en realidad, empezaba en África. El San Juan Bautista llevaba desde Cádiz proa hacia las Canarias. Hecha esa primera escala, tal y como cuenta con una profesional sangre fría Juan Antonio de Basabe, el navío fue aproado hacia la costa de Gambia. Es decir, hacia el que los africanos llamaban “Kambi bolongo”, el gigantesco río Gambia en torno al cual, durante siglos, los europeos de distintas nacionalidades —portugueses, daneses, ingleses...— habían edificado truculentos fuertes costeros —o más bien auténticas fortalezas de cal y canto— como el desgraciadamente famoso Elmina. En realidad, almacenes de esclavos que los traficantes del interior de África traían hasta allí para que después fueran transportados hacia América. En barcos como el San Juan Bautista...
Así es, Juan Antonio de Basabe no tenía la menor intención de ocultar en ese descargo que da al honorable Consulado de Comercio de Cádiz, que su misión era, en el lenguaje que él mismo utiliza en este documento oficial, “rescatar” tantos esclavos como pudiera cargar el navío para venderlos al mejor postor en Caracas, en Portobelo o dónde su criterio le indicará que se podían obtener mayores beneficios.
Y así lo hizo entre los meses de noviembre y diciembre de 1679. Arrostrando toda clase de dificultades que iban desde desastrosas vías de agua en el casco de su navío, que le obligan a repararlo por dos veces y acaban hundiéndolo ante las costas africanas, hasta enfrentamientos con las autoridades inglesas que tratan de controlar el tráfico en el Gambia y sus alrededores. Roces que terminan con un afortunado combate en esas aguas fluviales africanas y con un abordaje pirata contra un navío inglés que traía víveres y otras mercancías a esa avanzada del progreso europeo asentada en las costas de Gambia.
Simples bagatelas, por más que él se queje amargamente en su descargo, que no le impedirán hacer una venta más que regular con los esclavos que han sobrevivido a la travesía y a las dificultades de comercialización en tierra americana.
Por el momento resulta bastante difícil reconstruir con exactitud la implicación de otros vascos en ese tráfico tan agitado y novelesco. Sin embargo, disponemos de algunos indicios más en ese mismo documento del Archivo de Indias —el “Contadurías 1598”— en los que incluso encontramos a nobles caballeros guipuzcoanos que, en principio, se muestran reticentes al comercio de esclavos. Al menos si es llevado hasta la puerta de sus casas, por así decir. Es el caso de un viejo conocido de estas páginas, don Andrés de Madariaga, del que ya tuvimos ocasión de hablar en un número anterior de esta revista.
Él, como contador del Tribunal del Consulado de Lima, se oponía junto con sus compañeros de esa institución a que se realizase en aquella ciudad ese tráfico protegido y alentado por la Corona y el rey de España. Al menos en las condiciones en las que se estaba llevando a cabo en esos momentos. ¿Podríamos considerarlo como un adelantado a los abolicionistas del siglo XIX? Es más que dudoso. Probablemente lo que enfadaba a don Andrés y a los suyos no era ese tráfico inhumano sino el hecho de que éste se convirtiera en competencia desleal para los comerciantes del Virreinato de Perú.
Grabado colección particular. Napoleón transferido del Bellerophon al Northumberland tras la derrota de Waterloo en 1815. Ese mismo año el emperador había prohibido el tráfico negrero que él mismo había restablecido en 1802.
Por lo demás, al margen de esos interesantes, y aún desconocidos, puntos de vista, lo único que sabemos con certeza es que la intervención de los vascos en el tráfico libre de esclavos sufrirá un paréntesis notable de 1714 a 1793. Entre esos dos años la corona española a la cual ellos obedecen, tendrá un nuevo proveedor de esclavos: los británicos, que así lo exigen como una de las condiciones para firmar la Paz de Utrecht que pone fin a la Guerra de Sucesión.
La presencia impuesta de esos intermediarios se prolongará, al menos oficialmente, hasta el año 1793. Fecha en la que Carlos IV decidirá reabrir el comercio libre de esclavos africanos para todos sus súbditos según consta, una vez más, en el documento del Archivo General de Indias “Contadurías 1598”. Será un vasco, precisamente, Diego de Gardoqui, quién tenga el dudoso honor de comunicar al Consulado de Cádiz una Real Orden fechada en 24 de enero de 1793 en la que se decían cosas tan graves como que “Siendo la Nación Española una de las que mas frequentaban las Costas de Africa en solicitud de Negros antes de que se celebrase el primer asiento con los Ingleses” no se veía razón para que las cosas no volvieran a ese cauce.
Cierta correspondencia comercial de esa época conservada entre los fondos del Untzi Museoa de San Sebastián, demuestra que algunos comerciantes vascos estaban totalmente de acuerdo con ese punto de vista, tan explícito, de su rey bienamado.
Especialmente reveladora es una carta de la Caja 124 —expediente 12— de ese archivo. Iba dirigida desde Montevideo por Francisco de Aizpurua al comerciante donostiarra Silvestre de Yarza. Estaba fechada en 11 de septiembre de 1797 —por tanto sólo cuatro años después de que Carlos IV reabriera el libre comercio de esclavos— y en ella Aizpurua no tenía reparo en reconocer que el 23 de julio había salido de Montevideo un navío de porte de 340 toneladas que puso proa para “la costa de Mozambique a cargar de negros”.
Aizpurua daba gracias a Dios en esa carta, por el éxito de negocios como esos, que le habían proporcionado “con que pasar” su vejez. Sólo lamentaba que su hijo hubiera heredado de él su afición por el mar. Tanto como para haberse embarcado en ese barco negrero con rumbo a Mozambique...
Aunque este artículo acaba aquí, la Historia del negocio de los negreros vascos, o de quienes entre ellos lo permitieron, lo alentaron, o se aprovecharon de algún modo de él, sigue ahí, aguardándonos incompleta. Sabemos que uno de los primeros barcos que compró Fermín Lasala y Urbieta en 1831 tenía prohibido su uso para ese infame tráfico, pero también que su hijo, en calidad de diputado, no se mostró muy entusiasta cuando en 1866 se habló en el Congreso de Madrid de abolir la esclavitud en Puerto Rico. Aunque también es cierto que desde esas mismas tribunas lamentó con su cultivada palabra la muerte del gran abolicionista, Abraham Lincoln, en 1865...
Todos estos hechos son, en fin, claros indicios de que aún hay muchas historias ocultas en el País Vasco. Y la de sus traficantes de esclavos, desde luego, sigue siendo una más.
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