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Arrasate-Mondragón. Tridente de piedra, ariete de hierro

Juan AGUIRRE SORONDO

Ilustración: Josemari Alemán.

Ilustración: Josemari Alemán.

Sobre el dintel de la puerta del Palacio de Báñez, en la calle Iturriotz, una inscripción labrada en la piedra desvela al paseante más atento el secreto de la prosperidad y el prestigio ganado por Arrasate-Mondragón en sus siete siglos de historia: “Solus labor parit virtutem; Sola virtus parit honorem” (Sólo el trabajo es fuente de virtud; sólo la virtud es fuente de honor). No conozco mejor definición del alma colectiva de la Noble y Leal Villa.

Arrasate es sinónimo de sudor, de esfuerzo, de trabajo en común para el beneficio general, razón por la que alzamos cresta los guipuzcoanos cuando nos toca disertar al respecto. Y no sólo —aunque también— porque fuese cuna del mejor acero (aquel que servía para forjar la “Vencedora espada, de Mondragón tu acero y en Toledo templada”, como cantaba el romance), o de la cerrajería con que hasta ayer se aseguraban puertas y ventanas en todo el mundo, y hoy destaque como innovadora en la organización productiva y en la producción misma de automatismos, electrónica y electrodomésticos. También nos jactamos de su trazado urbano, señorial y homogéneo, plástica exhibición de un orden eficaz, sin fisuras, pero fértil para la imaginación estética.

Porque ‘Mondra’, pese a reconocerse por encima de todo como población laboriosa, nunca se desnaturalizó ni se ha degradado en ciudad-factoría, como otras villas de alcurnia. Por contra, preserva su conjunto histórico con bastante fidelidad al modelo medieval y se ha ensanchado con cierta racionalidad.

El casco viejo de Arrasate se configura como una elipse envolvente en torno a los dos edificios principales, el ayuntamiento y la iglesia parroquial, y responde a uno de los clásicos patrones del urbanismo medieval: el llamado radioconcéntrico. Eje de un tridente de calles, desde el Portalón divergen o convergen las tres vías esenciales, Arozkale o Ferrerías, Erdiko kale e Iturriotz, cortadas por sendos cantones. La primera de las rúas —sin duda la más popular del conjunto— debe el nombre a la abundancia de fraguas, con cuyos beneficios se edificaron excelsos palacios, por más que varias veces ardieran con las centallas de sus hornos. Nos quedan sin embargo fachadas de empaque, como la casa de Oquendo o la correspondiente al número 46, con patio central.

Ilustración: Josemari Alemán.

Ilustración: Josemari Alemán.

Erdiko kale, la única rectilínea, coincide con el antiguo Camino Real a Castilla, y esa responsabilidad le confiere un aire severo, de dignidad sentida; la archiconocida galería de la Casa Mendia es coetánea del ayuntamiento que levantara el beasaindarra Martín de Carrera, exquisita muestra de la arquitectura barroca vasca. En el plano opuesto de la plaza, la imponente masa pétrea de San Juan Bautista obliga a una visita interior, entre otras cosas por su atípica sillería gótica y por el escalofrío burlesco de su imaginería. La calle Iturriotz, por último, reducto residencial ya en época de los gremios, conserva las casas Azkoaga —obra de destacada sencillez—, el mencionado Palacio de Báñez, o la placa recordativa del lugar donde naciera Pedro Viteri y Arana, altruista de indeleble memoria en Mondragón, San Sebastián, Hernani y otras localidades guipuzcoanas en las que edificó escuelas con su pecunio.

Alguien me dice que Arrasate debería desprenderse del compuesto Mondragón, que al fin y al cabo fue caprichoso bautizo del rey fundador Alfonso X el Sabio. Juicio del que personalmente discrepo: la sabiduría de este distinguido pueblo se plasma en la leyenda que desde la Edad Media colorea poéticamente la toponimia.

Según ésta, tiempo antes de la fundación de la villa en sus montañas habitaba un dragón que tenía aterrorizadas a las familias campesinas del lugar. Esta situación se prolongó hasta que los hombres del valle aprendieron a obtener hierro en las ferrerías. Gracias a esa técnica, los ferrones fueron capaces de labrar un enorme ariete de hierro candente con el que, de una estocada, dieron muerte al monstruoso animal. En recuerdo de aquello, al fundarse en la Edad Media, la nueva villa recibió este nombre: Mondragón, el Monte del Dragón.

Más allá de su fantasía poética, el mito quimérico esconde una verdad histórica: que el trabajo del hierro fue lo que trajo libertad y prosperidad a los habitantes de esta villa guipuzcoana.

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