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Jon Andoni FERNÁNDEZ DE LARREA ROJAS, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
A mediados del siglo XIII el sistema defensivo de Navarra reposaba sobre tres pilares: el servicio militar obligatorio y gratuito de la población del reino, limitado a tres días al año en el caso de los hidalgos; el servicio que debían prestar los vasallos del rey a cambio del disfrute de sus feudos, en su mayor parte ya feudos de bolsa; y los castillos que con sus guarniciones protegían el reino.
A lo largo de la primera mitad del siglo XIV los efectos de la crisis del sistema feudal comenzaron a hacerse patentes en las haciendas de los nobles navarros, quienes se vieron abocados a una espiral de endeudamiento y enajenaciones patrimoniales que tuvieron como primera consecuencia el desarrollo de los conflictos internobiliarios y del bandidaje fronterizo, en buena parte protagonizado o patrocinado por miembros de la nobleza.
Foto: CC BY - Horia Varlan.
La fractura demográfica de mediados del siglo XIV no hizo sino agravar el deterioro de las bases económicas tradicionales de aristocracia navarra. Desde esas mismas fechas la monarquía navarra comenzó un proceso de implicación en conflictos internacionales que puso fin a la etapa de relativa paz exterior de la que había disfrutado el reino desde principios del siglo XIII. Pero al igual que los mecanismos tradicionales de exacción de renta se habían desgastado, los viejos recursos militares habían seguido una decadencia paralela. La actividad militar de la segunda mitad del siglo XIV hubo de desarrollarse bajo nuevos parámetros: los de un ejército que era una fuerza crecientemente profesionalizada y cuyos servicios se pagaban a través de soldadas mientras las tropas permanecieran en activo. La financiación de las nuevas fuerzas militares hizo precisa la puesta en marcha de una fiscalidad que generase los recursos necesarios, fiscalidad que solo podía nacer del consenso de una comunidad política expresada en asambleas representativas —la cortes del reino— formadas por miembros de la nobleza laica y eclesiástica y las oligarquías urbanas. Fiscalidad que en origen gravaba a todos los estamentos del reino, hidalgos y pecheros. La guerra proporcionó ingresos regulares —salarios, ayudas— o irregulares —botín, prisioneros— a los miembros de la nobleza que les permitieron recuperar sus economías. Los conflictos bélicos proporcionaron también oportunidades de destacar y obtener recompensas del soberano: señoríos, rentas, cargos, etcétera. La consolidación de la fiscalidad como un recurso regular del poder permitió también integrar en el sistema a los miembros de las oligarquías urbanas que proporcionaron los cuadros de administrativos y contables de la nueva burocracia estatal.
El resultado fue una mayor implicación de la nobleza en las actividades militares: el número de hombres de armas —los combatientes nobles por excelencia— se incrementó paulatinamente de los menos de 250 que marcharon en los diferentes contingentes remitidos a Normandía en 1355 ó 1357 hasta alcanzar máximos por encima de los 600 en 1430, pero el incremento no se produjo exclusivamente en términos absolutos. La proporción de hombres de armas en los conflictos desarrollados en los años cincuenta del siglo XIV arrojan un porcentaje medio del 13’40 % que en el siguiente periodo de actividad militar, entre 1363 y 1379, se incrementó hasta alcanzar casi el 34 %. Aunque la proporción de hombres de armas disminuyó ligeramente en los conflictos de la primera mitad del siglo XV siempre se mantuvo por encima del 25 %. Tampoco olvidemos que una parte de las tropas a pie también tenía en ocasiones origen noble, como en otros territorios del Norte peninsular.
Aunque el número de conflictos militares en los que se vio envuelto el reino disminuyó a partir del acceso al trono de Carlos III, estos siguieron siendo lo suficientemente frecuentes para proporcionar ingresos a una parte de la aristocracia navarra, que además encontró en la guerra otro beneficio. La fiscalidad extraordinaria nacida a mediados del siglo XIV tasaba a todos los estamentos sociales, pero a partir de 1387 comenzó un proceso en el que aquellos hidalgos que mantuvieran caballo y armas o que participasen en las operaciones militares obtenían la exención del pago de los cuarteles.
La guerra se convirtió así en un sistema de transferencia del excedente económico de la clase productora a la clase dirigente —nobleza y oligarquías urbanas— y generó nuevos mecanismos de extracción de renta —fiscalidad estatal— cuyos ingresos se redistribuyeron entre los nobles a través de las soldadas, las donaciones y el desempeño de cargos, en buena medida concedidos como recompensa por servicios prestados. Ingresos regulares a los que cabía añadir la exacción “salvaje” que suponían los rescates de prisioneros o territorios, el botín y el saqueo, que junto a lo anterior contribuyeron a sostener el nivel de ingresos de la nobleza en un momento de crisis de las fuentes de renta ordinarias. La guerra no fue la única posibilidad que se le presentó a la aristocracia para compensar la caída de sus ingresos, pero posiblemente sí que era la considerada como más honorable. Lanzarse a la actividad militar comportaba unos gastos, una inversión previa, cada combatiente se debía equipar con caballo y armas, pero era una inversión que se podía amortizar y de la que obtener posibles beneficios. Como en otras actividades económicas y en toda apuesta existía un riesgo, el resultado final podía ser tanto de pérdida como de ganancia, pero es la esperanza lo que mueve a los seres humanos no la certeza de ganar. Y desde luego había numerosos ejemplos de grandes beneficios cuya fama atraía la atención y excitaba la codicia de las gentes y los contemporáneos se mostraron muy dispuestos a aceptar el riesgo de la apuesta. Podemos encontrar ejemplos tanto de individuos y familias que se enriquecieron como de otros que se arruinaron, pero la verdadera cuestión es si, como clase, la nobleza se benefició económicamente de la guerra. La regularidad, aun con dificultades, de los salarios suponía una base de ganancias bastante segura, la esperanza de una recompensa por el estado una certidumbre posible, y los resultados se podían redondear con los muy variables resultados del botín y de los rescates. El balance global de las evidencias parece inclinarse hacia una respuesta positiva. Tanto es así que incluso cuando la guerra va mal para el reino puede ir bien para los combatientes, como nos indican las dificultades para negociar una paz entre Francia e Inglaterra en 1390-1392. Podemos concluir que la puesta en marcha del aparato fiscal y militar del feudalismo de estado o centralizado —justificado en buena medida por la propia guerra—, plasmada en la creación de los ejércitos permanentes, garantizó tanto la exacción del excedente económico como su redistribución entre la nobleza durante mucho tiempo. El reino de Navarra siguió así el mismo proceso de otros espacios europeos donde a la exacción señorial se añade, sin suprimirla, una nueva detracción centralizada en manos de la monarquía que posteriormente es distribuida en el seno de la clase señorial.
Foto: CC BY - Thunderchild7.
La observación de las noticias referentes a la violencia internobiliaria nos pueden dar una idea de lo que la guerra y sus beneficios adheridos suponían para las economías señoriales durante la crisis del feudalismo. Si la primera mitad del siglo XIV se había visto marcada por escasos conflictos exteriores pero por el incremento del bandidaje fronterizo y las guerras privadas, algo que interpretamos como signo de las dificultades de las economías nobiliarias, que recurren al despojo de los miembros de su propia clase o de los campesinos, incluso realengos, como medio de ampliar sus ingresos, los conflictos internos en el seno de la aristocracia desaparecieron durante el reinado de Carlos II en el que la guerra pública fue una realidad frecuente, con 35 años en los que se registraron movilizaciones militares en el medio siglo comprendido entre 1351 y 1400. La disminución de la actividad bélica del reino a partir de Carlos III fue simultánea con un rebrote de la violencia privada, particularmente en el espacio cantábrico y en las tierras de Ultrapuertos, que la actitud vigilante de la monarquía mantuvo en niveles no demasiado preocupantes.
Como ya hemos tenido ocasión de comprobar, al menos para el segundo cuarto del siglo XV, si no antes, las rentas devengadas por la administración real constituían un capítulo clave para las economías nobiliarias. En el caso de León Garro, señor de Zolina, casi el 68 % de sus ingresos en 1428 procedían de su salario como justicia de Pamplona y la donación vitalicia asignada sobre las ferrerías de la merindad de las Montañas, proporción que podría variar según la evolución del precio del trigo que generaba el señorío de Zolina y el arrendamiento de Andriquiáin. En aquellos años se ha calculado que el 20'8 % de los ingresos en dinero (junto con un porcentaje similar de los ingresos en trigo, otro algo menor de los de cebada y un 15’5 % de los de avena) era entregado en donos y, al mismo tiempo, lo que vendría a equivaler a otro 17’5 % lo percibían directamente los nobles sin pasar siquiera por las manos de los oficiales regios, tal y como se expresaban en sus cartas de donación, y la sangría de rentas de la corona no se detuvo aquí. La distribución de rentas por parte de la corona se convirtió por tanto en algo clave para la aristocracia navarra, cuyo nivel ingresos dependía de ellas en un porcentaje sensible.
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