El General Álava

Gonzalo SERRATS URRECHA

Lagundu

Estos días se conmemora una batalla librada en Vitoria hace 200 años de enorme repercusión Europea. Entre los sufrientes de aquellos crueles años, se encontraba un insigne vitoriano, una figura omnipresente en los voluptuosos acontecimientos que van desde la revolución francesa, hasta el final de la primera guerra carlista. Uno de los personajes más interesantes y desconocidos que Álava ha proporcionado a la historia.

Su nombre de bautismo en la iglesia de San Pedro quedó únicamente grabado en el libro parroquial. Miguel para los muy próximos, fue conocido en toda Europa por derecho y carrera como “el General Álava”.

Miguel Ricardo María Juan Nepomuceno Domingo Vicente Ferrer de Álava y Esquível Sáenz de Navarrete y Peralta recibió la voz en Vitoria el 7 de febrero de 1772, en la magnífica casa familiar que los Álava tenían en la ciudad, cuya construcción permanece hoy en su casco antiguo.

A la edad de 9 años se trasladó a estudiar al Real Seminario Patriótico de Vergara. Allí interno y rodeado de niños y jóvenes de unas pocas e ilustradas familias, se produjo su desarrollo intelectual con ideas avanzadas, a través de un excelente elenco de profesores. Las fábulas de Samaniego le acompañarían toda su vida.

A los 13 años ingresó como cadete en el Regimiento de Infantería de Sevilla, pero la excedencia pedida al Rey le exoneró de su presencia continuada, siguiendo sus estudios en Bergara. Así se convirtió en el alumno que más tiempo permaneció en el Seminario durante su existencia (que nada tuvo que ver con un lugar de formación cural). Acabada su formación, a los 18 años ingresó en su regimiento, cambiando al poco tiempo de arma. Como alférez de fragata ingresó en la marina.

Seminario de nobles de Bergara

Seminario de nobles de Bergara.
Foto: CC BY - David Berkowitz

Fueron muchos los servicios prestados por Miguel en los navíos de guerra, siempre como ayudante de sus oficiales. Su origen y preparación le llevaban a estar cerca de la alta oficialidad, adquiriendo en estos largos años de navegación, experiencia, capacidad y ejercicio de mando.

Durante estos años marineros conoció a sus futuros enemigos muy de cerca. Junto a los ingleses combatió a la revolución francesa en Tolón, ayudando a los realistas que se hicieron fuertes en la mediterránea ciudad francesa. Fue la primera vez que se encontró frente a Napoleón, por aquél entonces un oficial desconocido cuya estrategia fue clave para la huida de la escuadra combinada.

Más tarde se embarcó para dar la vuelta al mundo en la escuadra de su tío Ignacio María de Álava que, en misión secreta, recaló en Filipinas.

Posteriormente la batalla de Trafalgar, esta vez con los franceses de aliados, acabó con su carrera de marino. En el castillo del navio Príncipe, buque insignia de Gravina, luchó hasta la derrota. El Almirante británico Nelson dejó allí su vida, pero hizo naufragar el dominio español del mar para siempre.

Sin barco y con hacienda que atender, se le permitió volver a Vitoria, donde ya era el heredero y responsable de la familia por la muerte de su padre años antes. Pronto ocupó cargos de responsabilidad siendo elegido diputado del común y procurador general de la hermandad de Vitoria, ciudad que juró defender blandiendo el machete victoriano.

La invasión pacífica de la península por tropas imperiales y el comienzo de la guerra de la independencia, en 1808, frustró su intención de casarse con Loreto de Arriola y Esquível, demorando el deseado enlace hasta 1813.

Presente en el atraco napoleónico de Bayona fue firmante de su constitución representando a la marina. Cruzó con el nuevo rey José I la frontera y entonces llegó el momento de decidir su futuro. En Vitoria encontró el sosiego necesario para tomar su resolución: hizo testamento por segunda vez, y se presentó en Madrid ante el general Castaños, vencedor de Bailén, para incorporarse al ejército en la resistencia.

Duque de Wellington

Duque de Wellington.

Cuando dejó “los franceses muros de su ciudad”, no imaginaba que 5 años más tarde entraría sable en mano como libertador y protector. La batalla se desarrollaría en la llanada, pero la muerte y el saqueo no entrarían en Vitoria por su experiencia y determinación.

A mitad de la guerra Miguelón tenía clara su profesión de fe: “si vencemos nada quiero sino Vitoria; si somos vencidos no quiero si encerrarme entre quatro paredes en America y acabar alli mis dias.”

La contienda sirvió para que el General Álava cumpliera con determinación la defensa de los pueblos de España y en su labor desarrolló una gran habilidad en conectar con los mandos aliados. La máxima expresión sería su amistad con el duque de Wellington.

Desde la llegada del General británico a la península, Miguel Ricardo fue enviado por el gobierno de Cádiz a realizar comisiones de importancia en Portugal. Su misión era la de intentar recabar su apoyo a la resistencia, plasmar el compromiso en acciones conjuntas y materializar la colaboración prometida por el gobierno británico.

Su habilidad fue tan grande que, en 1810, fue comisionado en el cuartel general aliado para representar a los intereses del gobierno en la resistencia de Cádiz. El trabajo de Álava se convirtió en un engranaje necesario para mantener la alianza entre los luso-británicos y españoles.

Había transcurrido un lustro de guerra y, mientras ejercía su labor de defender los intereses de su patria, “La Pepa” había convertido a los súbditos en ciudadanos, el país era un polvorín y la hambruna junto a la muerte se presentaba todos los días. Entonces su empeño, junto a Wellington-duque de Ciudad Rodrigo Generalísimo de los ejércitos aliados luso-anglo-españoles, era el de intentar concentrar los esfuerzos en el objetivo común: el Rey intruso y la tiranía de Napoleón.

La sintonía entre los dos personajes era grande y esto provocó que en los dos breves momentos que se separaron, por estar el vitoriano recuperándose de heridas de guerra, el Lord le escribiera más de 60 cartas autógrafas, sin ayuda de sus secretarios y ¡en perfecto castellano! Las cartas inéditas que se conservan en el archivo Arriola-Urrecha, sirven para constatar su complicidad, dificultades y algunos rasgos poco subrayados de Wellington.

En mayo de 2013 salieron de Portugal en ofensiva por el norte de la Península. Sabían los dos que la gran confrontación con el ejército imperial era inevitable, Napoleón no dejaba huir. El choque se produjo en la llanada, a las puertas de Vitoria, cuyas puertas cerró el general Álava para evitar el saqueo. Aquella victoria tuvo una enorme trascendencia Europea, cambiando su rumbo.

Seis años y medio después de cruzar el primer imperial el puente de Irún, la guerra en la península se había convertido en un tumor que afectaría a los ambiciosos planes del corso en Europa.

Mientras parte del ejército imperial quedaba en el mediterráneo el ejército aliado entró en Francia camino de París, el corazón del águila imperial. La guerra de la independencia (término este último, usado por Wellington y Álava en aquellos años), era el escenario sur de una guerra Europea.

Celebrando su última batalla, en Toulouse, recibieron la noticia oficial de la capitulación del Emperador. El correo llegó al galope en plena cena, el numeroso cuartel general y las autoridades brindaron con desbordada alegría la esperada noticia: Wellington primero, Álava después y luego un rosario de idiomas que eran los que se hablaban en aquél estado mayor Europeo.

Charles-Maurice de Talleyrand

Charles-Maurice de Talleyrand.
Foto: Wikipedia

Sin embargo, la guerra contra Napoleón no había finalizado. Aunque confinado en la isla mediterránea de Elba, un año más tarde protagonizaría la increíble acción de los 100 días. La invasión de los Países Bajos, yendo a buscar la confrontación directa contra los ejércitos de la séptima coalición europea fue su última maniobra. Allí tuvo lugar la definitiva campaña de Waterloo. El vitoriano, embajador plenipotenciario, se encontró de nuevo como protagonista en una de las grandes batallas de la historia, al lado de Wellington y ejerciendo de su segundo durante varios momentos de tan equilibrada lucha y definitiva victoria.

Comenzaba entonces una vida plagada de trabajo diplomático y político, de nombramientos honoríficos y exoneraciones para una persona empeñada en ser extremista en su moderación. Era una especie en extinción como caballero de honor y otra en plena evolución con su pensamiento abierto y liberal.

La recuperación de cientos de obras de arte del museo del Louvre después de la guerra, la humanización de la primera guerra carlista propiciando el tratado de Lord Elliot, su amistad con los grandes personajes europeos de la época como Talleyrand, el rechazar los puestos de presidente del gobierno y de ministro, devolver la encomienda de Hornachos que el Rey le había concedido, ser nombrado caballero de las ordenes más distinguidas de España, Gran Bretaña y Países Bajos, el perseguir durante 30 años que se pagara una pequeña deuda que había contraído en su forzada posada antes de la batalla de los Arapiles, o el rechazar el título de Marqués que la Reina quería concederle porque ya era conocido para bien o para mal en toda la Europa como el General Álava, son retazos de la vida de un vasco que luchó por la libertad de su país y por el carácter honrado de su tierra. Una vida plagada de sobresaltos que merece conocerse mejor.

Cuando en 1843 su cuerpo y alma se encontraban “agobiados con el peso de sus dolencias”, los médicos de Bordeaux recomendaron al General Álava las aguas de Bareges para curarse de sus múltiples dolencias. No acudieron allí directamente, llevaban meses queriendo volver a Vitoria a renovar sus raíces y despedirse, era el único lugar que apetecían. En su tierra, rodeado de los suyos dio descanso a su espíritu haciendo nuevo testamento, aquello le hizo recobrar una tranquilidad “sumamente deliciosa, contribuyendo a aligerar mis males y darme resignacion con ellos”. Apenas un mes más tarde murió en los Pirineos.

Su cuerpo reposó durante 51 años en un cementerio idílico en Betpouey. Pero la celebración de aquél aniversario de la batalla, acabó cumpliendo la voluntad de su esposa y la suya propia: descansar para siempre en la ciudad que tanto amaba. El cementerio de Santa Isabel les guarda.

Lagundu

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