Andoni SÁENZ DE BURUAGA, Universidad del País Vasco y Asociación Vasco-Saharaui de la Evolución Cultural
No ha resultado extraño al estudioso escuchar por los mayores la relación de los gigantes con las grandes construcciones arquitectónicas de la Prehistoria. En nuestras coordenadas espaciales es algo que conocemos suficiente y detalladamente. José Miguel de Barandiarán realizó esa magnífica tarea de registrar y recuperar de la memoria histórica una parte esencial de las antiguas creencias y supersticiones de los pobladores del País Vasco. Entre ellas, se encontraban como actores personajes fabulosos y de remotos tiempos, dueños de cavidades como habitáculos, paganos en sus prácticas religiosas, y asociados con particulares y antiquísimas tumbas erigidas a base de grandes y pesadas piedras. Dotados de una fuerza extraordinaria, el gigante Tártalo o los robustos Gentiles, no sólo habrían construido, sino que, incluso, habían llegado a dar nombre a algunos de sus espectaculares dólmenes: como el de Tartaloetxeta, en Zegama (Gipuzkoa), el de Jentillarri, en el Aralar guipuzcoano, el de Jentiletxe, en Ataun-Burunda, etc.
Sepulcro de galería de Jentillarri (Aralar, Gipuzkoa).
Y, desde el punto de vista de la lógica formal, no era para menos. ¿Quién, pues, sino unos seres del pasado y con una fortaleza remarcable habrían podido ser los autores de una sepulturas monumentales que nadie sabía con precisión desde cuándo allá estaban, pero que, sin duda, resultaban anacrónicas con el tiempo que estos relatores, sus padres y abuelos compartieron? No podían ser otros que gigantes y personajes de fábula con atributos físicos extraordinarios, los arquitectos capaces de llegar a hacer esos sepulcros para en ellos inhumarse.
Eran aquellos, otros tiempos; los de los primeros pobladores: una época remota e idílica que, en el caso vasco, concluirá con la aparición de un nuevo paradigma mitológico, el de Kixmi, anunciador de la llegada del cristianismo.
El mito, como bien es sabido, surge por una preocupación hacia lo desconocido, hacia lo no explicable. Constituye un más que oportuno instrumento explicativo de la ignorancia: en este caso, al solventar la percepción de unos anómalos restos antiguos y explicar su significación en el presente.
Y justo parecería convenir que el mito atesora en sí mismo una realidad cultural que impregna nuestra propia existencia. La reflexión de M. Eliade puede resultar elocuente al respecto: “(...) El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los “comienzos”. Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los seres sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente. Los personajes de los mitos son seres sobrenaturales. Se les conoce sobre todo por lo que han hecho en el tiempo prestigioso de los “comienzos”. Los mitos revelan, pues, la actividad creadora y desvelan la sacralidad (o simplemente la “sobrenaturalidad”) de sus obras. En suma, los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de los “sobrenatural”) en el mundo. Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta realmente el mundo y la que lo hace tal como es hoy día. Más aún: el hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultural, a consecuencia de las intervenciones de los seres sobrenaturales” (M. Eliade: Mito y realidad. Ed. Kairós, Barcelona, 2009 [1962], p. 13-14).
Túmulos con frente de estelas erigidos en las inmediaciones de la sebja de Oum Duayat (Agüenit, Sahara Occidental): popularmente se asocian con los “hilalien”.
En el Occidente del Sahara, tumbas y monumentos líticos siembran por doquier las inmensas planicies desérticas. Son las construcciones más numerosas que existen, contándose por millares y millares. Con razón J. Caro Baroja apuntaba en 1955 que “miles y miles de montones de piedra agrupadas de diversas suertes atestiguan en el Sahara el paso de generaciones de hombres y mujeres que vivieron poco más o menos como las presentes y de las que se sabe poco o no se sabe nada concreto y que al morir dejaron sin duda un gran vacío” (J. Caro Baroja: Estudios saharianos. Instituto de Estudios Africanos, CSIC, Madrid, 1955, p. 278).
Hoy, casi 60 años después, podemos concretar ciertamente el mensaje. Por una parte, hemos perdido gran parte de las antiguas expresiones culturales de una forma de subsistencia socioeconómica adaptada al medio desértico y que aún, a mediados del siglo pasado, estaba plenamente vigente: la genuina forma de vida de que han sabido acompañarse estos pastores nómadas desde milenios, la cultura beduina del Oeste sahariano. Por otra parte, sin embargo, podemos afirmar que sabemos algo más de las gentes enterradas en esos, efectivamente, “montones de piedra” de variada tipología: de sus instrumentales, formas de vida, contextos medioambientales en que se desenvolvieron, etc. Hemos comenzado a oír sus voces, a sentirlos en el presente, pero aún nos restan importantes tramos por desvelar del pasado cultural para apercibirlos... Empezamos, no obstante, a ver más claro.
Gran túmulo coniforme levantado sobre la superficie de la sebja de Karrashiet (Zug, Sahara Occidental): sus dimensiones se acercan a los 35 x 30 x 6 m.
En las tierras del Sahara, las estructuras líticas, además de numerosísimas, son a veces gigantescas en sus dimensiones. De hecho, se tienden a relacionar todas ellas con una raza de gigantes, los “hilalien”, que poblaron esos territorios en tiempos pretéritos. Esta es la razón de que al amontonamiento de piedras funerario, o a la estructura de antrópica creación prehistórica, se la denuncia como un “hilali”, pues, como empecinadamente ha insistido la tradición oral, fueron aquellos gigantes saharianos quienes lo levantaron para su uso funerario.
Y es que qué otra cosa, sino gigantes, tenían que ser los seres capaces de ejecutar y enterrarse en monumentos de centenares de metros... Sí, efectivamente, de centenares de metros. Pues, hay que saber que el “gigantismo” monumental no es un fenómeno extraño en el Sahara.
En este sentido, si hubiera que proponer en una escala de magnitudes la frecuencia de los monumentos, pudiéramos señalar, conforme a nuestra propia experiencia, que ejemplares con unas dimensiones horizontales de entre 100 y 300 m se dan en varias ocasiones; entre 300 y 500 m resultan raros; más extraordinarios son aquellos de 500 a 700 m; y, ciertamente se muestran excepcionales los que superan los 700 m. La práctica totalidad de estos tipos es que son, tipométricamente, “bajos”; es decir, que su trazado se desarrolla preferentemente sobre el plano horizontal, siendo su altura muy poco apreciable.
De cara a valorar la implicación de la dimensión vertical, hay que centrarse en los túmulos, que ofrecen asimismo una gama diferenciada de magnitudes. Así, pudieran catalogarse como sigue: “normales”, los comprendidos entre 0,5 y 2,50 m; “grandes”, los que oscilan entre los 3 y los 4 m; y, “muy grandes”, los que sobrepasan los 5 m. Lógicamente, a medida que se incrementa la altura, el efectivo de ejemplares decrece de más en más. La gran mayoría son “normales”, resultando francamente muy raros aquellos que superan los 5 m de altura.
Gigantesco monumento en creciente ultrasemicircular de Eij (Duguech, Sahara Occidental): su perímetro supera los 800 m.
Hemos tenido la fortuna de poder descubrir algunos de estos más espectaculares monumentos en las exploraciones que realizamos en la región del Tiris, al SE del Sahara Occidental, en el marco de un proyecto de investigación y cooperación cultural que venimos llevando a cabo desde 2005. Nos referiremos seguidamente a los dos ejemplos más representativos.
El primero es un extraordinario monumento en creciente que localizamos, en 2009, en la planicie de Eij (Duguech). Su morfología es ultrasemicircular y su perímetro ronda los 836 m. Estructuralmente está compuesto por un túmulo alargado, de 4 m de ancho y 1,5 m de alto, del que se prolongan sendos apéndices: uno de ellos, hacia el NE, que se aproxima a los 416 m; y, el otro, hacia el SE, alcanzando los 420 m. Sus extremos concluyen en dos plataformas pedregosas circulares.
El segundo es un gigantesco túmulo descubierto en 2012 en el erg de Azefal y que singularizamos como Azefal-9/1. Está conformado por dos estructuras tumulares pareadas y entrelazadas: una, de formato coniforme, de ca. 58 x 54 x 12,5 m, y otra, a modo de gran plataforma sobreelevada anexa, de ca. 50 x 48 x 9,20 m. Con todo, el monumento globalmente supera los 5.500 m2; de superficie, los 4.500 m3 de volumen y las 11.500 toneladas de bloques de granito. Algo realmente impresionante, más no único, pues en esa misma parte de este campo de dunas ubicado en el extremo más suroriental del Tiris saharaui, hemos podido constatar la presencia de otros parecidos “megatúmulos”.
Estructura megatumular de Azefal-9/1, en el erg de Azefal (Sahara Occidental): una construcción tridimensional verdaderamente de “gigantes”.
Quién no, pues, sino los gigantes “hilalien” del imaginario colectivo sahariano hubieran podido ser los autores de estos imponentes monumentos y sepulcros. Y trasladando ahora el mito al real de nuestro presente, la cuestión de saber y conocer más acerca de esos “hilalien” que los construyeron y usaron como tumbas y espacios rituales, deviene como una exigencia científica de primer orden: quiénes eran, cómo y cuándo los erigieron, a quiénes enterraron, porqué otras razones los materializaron de esa particular manera, etc. No hay duda: la fábula y su investigación van, en este caso, inexorablemente, de la mano.
Por otro lado, hay algunas construcciones tumulares en el Sahara que transmiten toda la apariencia de tratarse de verdaderas casas de piedra. Nos referimos al tipo que se conoce como “bazina”: una estructura de planta circular o cuadrangular levantada a base de muros de hiladas de losas de piedra, dispuestas horizontalmente a canto seco. Sobre ellas, las gentes del Sahara comentan que eran, inicialmente, moradas de las gentes del pasado que terminaron por ser sus sepulcros. Y es que, según el relato, cuando se llegaba una situación climática extrema, en la que ya no había nada de qué poder alimentarse, el jefe del clan tribal llamaba a los suyos al interior del habitáculo y, una vez dentro, desplazaba el poste central que sostenía la falsa bóveda pétrea de la vivienda. Ello hacía que se desplomara la techumbre y todas sus piedras sepultaran a los allá congregados.
No sé porqué, cada vez que me cuentan los viejos beduinos saharianos esta leyenda, me viene a la cabeza aquella otra que a José Miguel de Barandiarán le relataron unos pastores de Zaldibia (Gipuzkoa) en el año 1917 y que tiene como sujeto de referencia a la galería dolménica cubierta de Jentillarri. El breve relato refiere cómo “en tiempos antiquísimos, hallándose los gentiles distraídos en juegos y diversiones en el prado de Argaintxabaleta, vieron aparecer por el Norte una misteriosa nube que se precipitaba sobre ellos. Asustáronse los gentiles, y huyeron despavoridos por el bosque de Intzensao. Cuando llegaron a Arraztarran, metiéronse todos debajo de un montículo de piedras que todavía existe y es conocido con el nombre de Jentillarri. Allí quedaron sepultados para siempre” (J. M. Barandiarán: Eusko-Folklore, en: Obras Completas, II. Ed. La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1974, p. 30).
No busco paralelismo alguno; en absoluto. Mas, en innegable que ambas historias comparten una atmósfera con algunos ingredientes en cierta manera próximos.
Una de las “bazinas” de Stal Legleia (Agüenit, Sahara Occidental).
Qué cerca y qué lejos estamos a veces los pueblos: con determinados gestos de nuestro pasado armados con ingeniosas hipótesis que hemos sabido construir, de forma parecida, para dar explicación a lo que, “por sentido común”, no tenía fácil respuesta.
Y cómo hemos divergido unos y otros. Cómo hemos avanzado —¿alguien insinuó “progresado”?— los unos, y cómo los otros, “menos afortunados” en la carrera de la modernidad, han permanecido como verdaderos “primitivos actuales” que alguien mentaría. Como observaba M. Mulero Clemente en 1945 en relación al “independiente, orgulloso, sobrio y capaz de soportar las mayores fatigas” nómada saharaui, el progreso/bienestar, denodada y apresuradamente pretendido por la sociedad occidental, resulta “una concepción totalmente ajena al nómada: ellos viven con el espíritu sereno, sosegado, sin recuerdos ni esperanzas, de una situación mejor, al mismo tiempo que fuertes y viriles” (M. Mulero Clemente: Los territorios españoles del Sahara y sus grupos nómadas. Sahara, 1945, p. 104).
Y, sin embargo, paradójicamente, cuánto hemos llegado a perder culturalmente los “avanzados”, y cuanta riqueza han “sabido” atesorar los “retardados”...
En esta “carrera” del presente, lo tengo claro: me quedo con las viejas historias y leyendas que me cuentan los “no-modernos”. A pesar de que, lamentablemente, en breve tiempo este extraordinario patrimonio cultural de las sociedades también, como gigantes y gentiles, será irreversiblemente sepultado por la pesada losa de una ya más que familiarizada globalización.
Agradecimientos
A las instituciones del País Vasco que sostienen este proyecto: a la Consejería de Educación, Política Lingüística y Cultura del Gobierno Vasco, y a la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Y, junto a ellos, a las autoridades de la RASD, al Frente Polisario y, en general, a todo el Pueblo Saharaui por su implicación en esta experiencia de investigación y cooperación cultural.
Foto portada: Monolito erguido de Azaig Bdrag (Mijek, Sahara Occidental).
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