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Juan AGUIRRE SORONDO
Bergara es el aitona con que todos soñamos alguna vez. Sabio por edad, joven de espíritu; encanado de mechones plateados y surcado por bien ganadas arrugas; de porte caballeroso y maneras desusadas. El abuelo fabulador de las noches frías de invierno, y el firme sostén en la edad de los tropiezos.
Bergara era ya docto preceptor de pelucón y rapé cuando en Gipuzkoa los varones se tocaban con txapel y se estimulaban con sagardo o txakoli. Eso data de tiempos de Peñaflorida y sus caballeritos, patronos de esa Alejandría ilustrada desde que sentaron reales en el antiguo seminario jesuita para medir el meridiano, descubrir el wolframio y estudiar el platino, a más de forjar las bases de la moderna ciencia química y difundir sus ideas progresistas por toda la nación y tierras de ultramar.
Tales antecedentes se palpan aún hoy, casi tres siglos después, en el fino inclín de Bergara. Y no porque se las dé de sesuda, ni por una especial arrogancia en sus relaciones con otros pueblos, sino por un no-sé-qué de elegancia natural que danza en el ambiente haciéndola distinta y cautivadora.
Ilustración: Josemari Alemán.
Pero el culto a las luces de la razón no es óbice para que, en el desahogo festivo, compita y destrone a los más bullangueros. Incluso en abierta contradicción consigo misma, puesto que en su Universidad los exámenes estudiantiles se convocan de puertas adentro al unísono con las fiestas de puertas afuera: Pentecostés y San Marcial durante las pruebas finales, y San Martín de Aguirre en pleno rescate septembrino.
Bergara peina canas y estira arrugas en número impar desde la ancha frente de su plaza. Goenkale, Artekale y Barrenkale, la de arriba, la del medio y la de abajo, angostos y algo tortuosos paralelos como corresponde a las vértebras de un rectángulo antaño amurallado.
La primera es la de mayor edad y menor envergadura, aunque lo compensa con creces el telón de fondo de la torre de la parroquia y un impecable arco plateresco. Cuatro siglos largos hace que en este recoleto pasaje se encerraron en clausura las Madres Clarisas de la Santísima Trinidad —“monjas zarras” las nomina cariñosamente el pueblo—, a invitación del bergarés Andrés de Ondarza, secretario personal de Fernando el Católico y primer Caballero de Santiago en Gipuzkoa.
Artekale gozó de las preferencias de los pobladores germinales de Bergara, y no mucho después de fundarse, en 1268, se procedió a su ampliación. Es la calle de los Acedo-Loyola y su robusto palacio cuadrilongo, pero también de tres provectas construcciones domésticas identificadas hoy con los números 10, 12 y 15.
Y Barrenkale por fin, la niña bonita de Bergara. La señorial y la exquisita, admira el discurrir de los siglos con tal donaire que allí parece siempre domingo. Al transitarla perdemos el resuello zigzagueando de puerta en puerta, y hasta de balcón en balcón si nos fuera dado volar como palomas. Arrese, Izaguirre-Moya, Aróstegui, Gamarra... Apellidos ilustres de la Bergara del seiscientos y del setecientos, que han dejado huella perenne en otras tantas casas hidalgas de Barrenkale, en esta arruga noble que contabiliza blasones por esquinas o primorosos cincelados en cada remate.
Luego de callejear por Barrenkale, lo único que se nos ocurre es que Bergara escapa a la definición fácil; Pío Baroja se pasó (“un pueblo decorativo, ancho, solemne y un poco triste”) y Jovellanos se quedó corto (“tiene grandes casas, algunas antiguas y maravillosas”). Hermosa, sobria, de una alegría reposada, cálida para quien preste oído al latir de sus piedras. ¿Qué más...?
El aitona con quien soñamos alguna vez. Curtido y juvenil, animado y rugoso, caballero de vuelta de tanta bobería y algo filósofo del vivir. Un abuelo fabulador (epígono de Samaniego, maestro de retórica en los años dorados del Seminario), siempre abierto a nuevas experiencias.
Lo viejo se vuelve nuevo cada vez que amanece sobre el campanario de San Pedro de Bergara.
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