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Ana Isabel PRADO ANTUNEZ
La “ciudad barroca” fue la plasmación territorial de un nuevo orden político, cultural y social consecuencia del espíritu contrarreformista y del absolutismo político. La “ciudad barroca” traía aparejada una nueva concepción del espacio urbano. Las murallas y torres medievales se desmontan y la ciudad se despliega “(...) por el espacio abierto un plan geométrico en el que primaban la perspectiva horizontal, las largas avenidas y el diseño ortogonal, por contraposición a las calles más angostas y curvas y al diseño más orgánico de los “cascos” medievales”.
La iglesia de los Santos Juanes, edificio barroco clasicista del XVII. Foto: Wikipedia
La casa, el hogar, era un espacio en el que se combinaba la vida familiar y la vida social, lo que se materializaba en una diversidad de habitaciones según las necesidades. La importancia de la intimidad fue siendo creciente a lo largo del siglo XVIII, quedando al alcance de las clases pudientes. Las casas o habitaciones de las clases populares apenas si daban opción a la vida privada. J. C. Enríquez nos habla de un Bilbao Barroco, un Bilbao de piedra que va dejando atrás al Bilbao de piedra y madera del Renacimiento. Un Bilbao que, en palabras de Gabriel de Henao, huele a azahar y limón, presentando calles y casa tan ordenadas que, “miradas las calles más principales”, toda la villa parece una casa grande “nueva, firme y alta”. Una casa nueva que representa el imaginario de las clases nobles o ennoblecidas, materializado en “la extensión de los “espacios cívicos respetables”, hasta entonces más o menos circunscritos a las iglesias y conventos”. En este contexto, suponemos que en el Bilbao de la Edad Moderna, al igual que en muchas otras ciudades de Europa y como también se constata en la cercana Vitoria, la mayoría de la población vive de alquiler, “incluso aquellos que por su posición económica pudieran permitírselo”. En Vitoria se constata como, hacia 1732, el 62% de la población vitoriana vive de alquiler; en el París del siglo XVIII cerca del 80% de la población eran inquilinos. París es ya entonces una ciudad superpoblada, pero “para las clase bajas la casa también es un problema en ciudades donde no hay tanta aglomeración”. Asimismo, en casi todas las ciudades se aprecia la presencia de muchas mujeres solas, un fenómeno que se aprecia también, y en medida considerable, en Bilbao. La búsqueda de vivienda, una vivienda por otra parte no muy abundante en la villa, se afrontó a menudo de manera solidaria, compartiéndose vivienda con otras mujeres que se encontraban en situaciones similares. Esta práctica “contribuyó a la mala fama de los barrios y las calles más degradadas, donde abundan los grupos femeninos y las familias sin hombres adultos”.
La vestimenta y todos los aderezos con los que se acompañaba diferenciaban socialmente y daban prestigio a la persona que los llevaba. La calidad de las telas, los colores y el estado de las ropas daban imagen de la posición social de la persona. Las clases altas se dejaran llevar por la influencia de las moda, especialmente de la que provenían de Francia e Inglaterra, —sobre todo a partir del siglo XVIII—. El médico Gaspar Stein, a comienzos del XVII, en su viaje a Bizkaia testimonió como los vizcaínos eran “elegantes, afables y alegres”; mientras el viajero italiano Cesare Velellio, también a comienzos del XVII, destacó la forma de vestir de las damas de Bilbao.
Según los inventarios los vestidos de las mujeres estaban confeccionados con rasos de Italia, encajes de plata, etc., y llevando como complementos mantos de Sevilla, abanicos de Nápoles, pendientes de diamantes, joyas, sortijas, etc. Todo un despliegue de lujo, lejos de la modestia exigida por el Obispado. También la indumentaria masculina se ve sometida a las mismas suntuosidades. A lo largo de las Cartas de Bilbao son numerosas las referencias a trajes encargados en Francia, trajes que escandalizan a Yrisarri no sólo por su precio sino por su opulencia. Don Pedro Bernardo Villarreal de Bérriz encarga varios trajes, “a la moda rigurosa”, teniendo a Dantés —francés asentado en la villa en el siglo XVIII, “personificación de la gracia, el tacto y la elegancia” y asiduo de las buenas casas bilbaínas— como asesor en modas y modismos, “factotum de la elegancia bilbaína”.
Las clases bajas apenas sin tiene ropajes, según describe J.C. Enríquez, nos hallamos ante “una multitud con escaso vestuario, por lo que no es ninguna conjetura afirmar que los hombres y mujeres de la plebe vistiesen ropas sucias, de las que emanaran todo tipo de sudores”. De ahí que los salteadores de caminos y ladrones hurtasen piezas de ropas como capas, bastones, etc., piezas que al mismo tiempo les delatan.
Según los testimonios de la época, finales del XVIII, los bilbaínos eran gente de buen color, alegría y fuerza. Su vida cotidiana estaba regida por una serie de sonidos que marcaban los “ritmos de las labores productivas y los tiempos de ocio y descanso”. Las campanas de las iglesias parroquiales y los conventos; los tambores, cornetas, clarines que participaban en los actos públicos; el txistu y el tamboril en las fiestas y bailes, los relojes, etc., señalaban cada uno los momentos de la cotidianeidad de los bilbaínos. Una vida diaria de la que el silencio y el recogimiento también formaban parte. La ruptura de estas pautas establecidas se constituía en delito e indicio de comportamiento asocial. Así, en un pleito habido en 1734, una de las acusaciones que se lanzan contra el el acusado, Manuel de LORRA, es que hace perder el sueño a los vecinos de la Villa “con sus cantares y griteríos”.
La fiesta estaba indisolublemente unida a lo religioso. El calendario de celebraciones era pues muy amplio; los bailes con txistu y tamboril tenían lugar: “todos los Domingos y fiestas del año, a excepción de las de Cuaresma, con tamboril y silbo por las mañanas por las calles, para diversión de las gentes”, ampliándose también a las tardes de domingo en primavera y verano. Las fiestas y romerías de carácter religioso eran muy numerosas, y a ellas había que añadir los bailes celebrados en posadas y tabernas, los bailes de Carnaval o las actuaciones de compañías ambulantes. Unos actos que siempre, dado su carácter profano, levantaban los recelos de las elites y estuvieron sometidos a un creciente control.
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