Kepa SOJO
La importancia del cine vasco de los años ochenta no hubiera sido tal si no tuviéramos en cuenta los precedentes que, en los últimos quince años del franquismo, fueron gestándose al alimón de los cambios políticos, económicos, sociales y culturales acaecidos en Euskal Herria, una manera de hacer cine híbrida entre el inconformismo de los que estaban fuera de nuestras fronteras y se adaptaban a las nuevas coyunturas cinematográficas, marcadas por las renovadoras formas europeas de hacer cine, y los que desde diferentes posturas, lucharon desde el propio País Vasco por comenzar a reivindicar una identidad cultural diferente, sustentándose en el importante desarrollo de las artes plásticas e incluso en la apuesta de un tipo de cine experimental y alejado de la comercialidad, acompañado de visiones etnográficas y documentales que precederían a los Ikuska de los setenta y que marcarían un destino determinado a un cine vasco sin industria, dependiente en exceso de Madrid, pero desarrollado fuertemente tras la muerte del dictador en 1975.
Como precedente destacado del cine vasco de la transición, el delineante bilbaíno y cineasta amateur afincado en París, Gotzon Elortza, es autor de varias películas en euskara filmadas en dieciséis milímetros que reivindican la lengua vasca y enseñan lugares emblemáticos de la Bizkaia de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta.
En el campo del documental se observa desde los sesenta un desarrollo bastante interesante de este género cinematográfico desde tres vertientes. Por un lado nos encontramos con una interesante eclosión del documental experimental de vanguardia dirigido por autores procedentes de las artes plásticas como Sistiaga Ere erera baleibu icik subua aruaren (1968-70), o Ruiz Balerdi, Homenaje a Tarzán (La cazadora inconsciente) (1971), así como por nuevos cineastas que encuentran en este tipo de audiovisual su medio de expresión. En este campo destacamos a Bakedano, Rebolledo y Zabala, autores respectivamente entre otras de Bi (De Man Ray a Marcel Duchamp) (1972), Arriluze (1974) o Axut (1976). Mención aparte merece la propuesta del controvertido cineasta donostiarra Javier Aguirre, que desarrolla su oferta audiovisual experimental denominada Anti-cine (1970-71), compaginando este tipo de trabajos con filmes convencionales alimenticios. En segundo lugar, otra tendencia que eclosiona en el cine vasco del momento es el documental propiamente dicho que muestra de manera más reconocible y tradicional los paisajes y tierras de Euskal Herria por medio de filmes relacionados con la cultura vasca, la etnografía, la naturaleza o incluso el nacionalismo militante en la clandestinidad. Es el caso de Pío Caro Baroja con El carnaval de Lanz (1964), desde la óptica tradicional y etnográfica o de Segundo Cazalis y la nostalgia desde el exilio con la nacionalista Los hijos de Gernika. La lucha del pueblo vasco por su libertad (1968). Por último, es preciso hacer mención a la película documental que activa el discurso del nuevo cine vasco realizado tras la muerte de Franco y que se erige como una punta de lanza del resurgir de la cultura vasca de las brumas del franquismo y que es el emblemático filme Ama Lur (Nestor Basterretxea y Fernando Larruquert, 1968).
La EOC, la flamante y nueva Escuela Oficial de Cine de Madrid, heredera del IIEC, Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, es el centro de estudios cinematográficos del que salieron algunos de los nuevos valores del cine español de los años sesenta, muchos de ellos vinculados con el llamado NCE, Nuevo Cine Español, etiqueta surgida tras la eclosión de la Nouvelle Vague francesa y de las nuevas maneras de hacer cine en respuesta al tradicional cine comercial de estudios norteamericano. Entre los cineastas que estudiaron en la escuela destaca una importante nómina de realizadores vascos. En un principio, todos acometieron la dirección de sus primeras obras en Madrid. La evolución de las carreras de estos realizadores fue diferente y varios regresaron al País Vasco logrando trayectorias desiguales. Recordemos a algunos de ellos: Victor Erice, Antxon Ezeiza, Pedro Olea, Iván Zulueta y Elías Querejeta. Tampoco hay que olvidar a José María Zabalza, de una generación anterior, salido del IIEC, y con una amplia y heterogénea producción en los años sesenta y setenta.
La muerte del dictador Franco el veinte de noviembre de 1975, supone un cambio político para el Estado que comienza el controvertido período de la Transición hacia la democracia. La crisis económica que deviene de la coyuntura general no pone fáciles las cosas. La llegada de la democracia pone en primera línea las reivindicaciones nacionalistas de los vascos que quedaron suspendidas tras la victoria nacional en la Guerra Civil. La organización armada ETA es otra cuestión de importancia que tendrá una evolución importante a partir de este momento. Al alimón de la nueva situación política, se busca una definición en clave nacional del País Vasco que se unirá a la búsqueda de un lenguaje expresivo en las diferentes artes y manifestaciones culturales de la que no escapará el campo del cine.
Y es que se comienza a plantear la cuestión de la necesidad de un cine vasco. Al no existir en nuestra tierra una estructura productiva solvente sino un raquitismo estructural y un minifundismo alarmante, reflejo de un cine deficitario desarrollado casi enteramente en Madrid, comienzan a llevarse a cabo debates sobre el cine vasco. En ese sentido, en febrero de 1976 se celebran las Primeras jornadas de cine vasco. Intentan establecerse unas bases y un estado general del cine vasco, incluido su concepto y existencia, debate que seguirá vigente hoy en día. Se toma como referencia de lo que debe ser un nuevo cine vasco el filme Ama Lur e incluso Oteiza. Los autores que se van de Euskadi no son bien vistos. Llegan los Ikuskas y el cine vasco de los ochenta. Pero esa es otra película.
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