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La sociedad en la que vivimos utiliza a menudo etiquetas como música popular, música tradicional, música folklórica... a veces indistintamente, muchas otras de forma confusa. A estos términos pueden añadirse fácilmente otros: música folk, world-music, músicas del mundo... sin salirnos del ámbito de las músicas que, de una manera u otra, tienen una referencia en lo que consideramos mundo tradicional. Desde estas páginas no voy a intentar tanto clarificar conceptos desde mi punto de vista, como describirlos, sin salir del ámbito vasco, en cuanto a su relación con imaginarios sociales e identitarios, que es donde, mucho más que en realidades objetivas u objetivables, cobran sentido. Para ello, me referiré a los cambios políticos, sociales, económicos y musicales que han ocurrido en Vasconia en el último medio siglo, que es el contexto sin el cual no podemos entender las rápidas –sorprendentemente rápidas, diría yo– transformaciones que han sufrido esos mismos imaginarios, que de alguna manera conforman otro concepto mutltiforme y en continua transformación, que es el de música vasca. Que estos cambios se hayan producido tan rápidamente en un campo como el de la Tradición, que así en mayúsculas ha sido definido per se como estable y poco dado a las transformaciones, es algo que quizás sorprenda a más de uno, pero que debe ser entendido en el contexto de una Posmodernidad, en el que éste, como tantos otros conceptos, debe ser comprendido como blando y flexible.
Es evidente que la Vasconia de la década de 1960 era muy distinta a la actual en muchos aspectos. En ese contexto, se manejaba un concepto de música vasca muy ligado a los de música popular, folklórica o tradicional, términos que se consideran como más o menos equivalentes. Este concepto de música popular, como es sabido, tenía su origen en el Romanticismo, pero, y especialmente dentro del ámbito de la música erudita occidental desde el que fue construido, se veía definido por una serie de características, que son más o menos:
- Que es distinta en cada nación, lo que de alguna manera la convierte en identificable con ella.
- Que es de autoría colectiva (por complicado que sea explicar esto), y se encuentra en un medio rural o de escaso desarrollo tecnológico y económico.
- Que ha surgida espontáneamente y es de ejecución sencilla (algo enormemente relativo, ya que hay muchas manifestaciones no académicas de la música que exigen largo aprendizaje y manejan técnicas muy sofisticadas).
- Que no es académica y se transmite de forma oral.
Su valor, por tanto, estriba, como se ha subrayado a menudo desde el punto de vista de la música erudita, más que en su mera estética, en su identificación con valores nacionales y tradicionales, y por ello no es, en el sentido que solemos dar a este término, comercial. Visto esto, parece lógico que sea considerada, en el sentido que a día de hoy damos al término, como patrimonio y se entiende que desde las instituciones se realicen esfuerzos por apoyarla y conservarla.
Pero obviamente no es esto lo que ocurría en el contexto de la dictadura de Franco, para la que las señas de identidad vascas constituían un auténtico peligro. En esta situación, la propia música tradicional vasca tenía consideraciones políticas per se y de alguna manera se le atribuía cierto carácter subversivo, al ser vista con simpatía por los opositores al régimen de Franco. En este sentido, por ejemplo, es llamativo el poco peso que tuvieron en el País los coros y danzas de la Sección Femenina, que desarrollaron un papel fundamental en el resto del estado en el ámbito de la música y danza tradicionales al servicio del Régimen.
A estas alturas, sin embargo, esa música tradicional vasca se encontraba en buena medida focalizada en unos estereotipos que habían cristalizado a finales del siglo XIX y principios del XX, y muy vinculados, como era norma con las músicas tradicionales en ese momento, a modelos de la música erudita. Sus productos estrella fueron en mi opinión el zortziko, identificado con un determinado ritmo escrito en 5/8, el movimiento coral, pese a su indudable relación con el modelo catalán y el txistu, que era considerado el instrumento nacional al menos desde el siglo XVII. Dicho de otra manera, la tradición oral se encontraba en ese momento muy mediatizada ya por la escritura en el contexto de una Vasconia donde el peso de la población urbana era ya más que evidente. Desde este punto de vista, podemos afirmar que la tradición oral se encontraba en un estado casi agónico, pero no así el imaginario música vasca, que se correspondía con una cultura rural, conservadora y católica, y que se encontraba en perfecto estado de salud.
En este momento, a finales de la década de 1960, es cuando se produce la llegada al País de un nuevo tipo de música, la que desde finales de la década de 1950 había ido difundiéndose fundamentalmente desde Estados Unidos en muy diversas manifestaciones. Podríamos identificarla como música popular moderna si el nombre no fuera tan largo y abstruso, o como música popular urbana si la separación entre el mundo rural y el urbano tuviera mayor sentido del que hoy en día tiene, al menos en el caso vasco. Siguiendo la terminología anglosajona, ésta es la música popular, diferente por tanto de la tradicional. Esta terminología resulta en mi opinión la más práctica en este momento.1 Al igual que ocurre con la música tradicional, esta categoría se define usualmente desde los parámetros de la música erudita, de forma que sus características ideales serían más o menos:
Aunque a día de hoy pueda parecer bastante extraño, este tipo de música, que podría haber simpatizado con los sectores del País opuestos a la dictadura, no fue bien vista en principio por muchos representantes de la cultura vasca. Se veía en ella, en efecto, la fuerza capaz de terminar con la cultura propia. En general, estas nuevas músicas se mostraban como peligrosas para la identidad de la música vasca. Los primeros intentos de adaptar estas músicas al euskera, de la mano de una figura sin embargo vinculada al mundo de la música y la danza tradicional como Michel Labeguerie, y que dentro de una línea folk tienen a nuestros ojos un ojos un toque bastante naif, fueron criticadas por recurrir a la guitarra, el instrumento español por antonomasia, que se oponía como tal al txistu. Y después de ese papel pionero, las primeras tentativas en el sur tuvieron mucho mayor calado: como en otras ocasiones, el modelo catalán será fundamental en la creación del grupo Ez dok amairu, que se esforzó por una puesta al día de la canción en euskera similar a la de la nova cançó. El grupo tenía miembros muy diferentes entre sí, con músicas que iban desde el folk con acompañamiento de guitarra de Benito Lertxundi hasta montajes de verdadera vanguardia, como los lekeitioak de Mikel Laboa. Éste, por ejemplo, recibió muchas críticas porque no siempre utilizaba el euskera en sus montajes. Pero la elección del repertorio, que en muchas ocasiones hacía una selección de la música tradicional más encaminada a la denuncia social y política que al costumbrismo folklórico y la modernización que supuso el grupo –comparable a la que estaba ocurriendo en este momento con la literatura de Gabriel Aresti o la escultura de Oteiza y Chillida, por citar los autores más conocidos–, y a la que alude el propio nombre del grupo hicieron que, pese a su pronta disolución, las cosas ya no fueran iguales en el mundo de la música vasca.
Estos nuevos aires, esta ansia de modernidad, tuvieron también, por supuesto, su plasmación política con el surgimiento de una nueva concepción nacionalista, que ha monopolizado en el lenguaje cotidiano el concepto de abertzale, y que basaba sus diferencias con el anterior nacionalismo jeltzale en su carácter de izquierda (en ocasiones radical), laico (si no antirreligioso directamente), y por centrarse en el idioma y no en la raza como elemento identitario esencial. Esta nueva manera de entender la identidad vasca, con la que se sentirá identificada una importante parte de la población, asumirá y creará un nuevo imaginario para la música vasca, potenciando o arrinconando distintas prácticas musicales. De alguna manera, es innegable que para muchos esta izquierda abertzale se identificó con los nuevos grupos de rock, punk y ska que surgieron de forma espectacular a la caída de la dictadura, por mucho que buena parte de ellos mostrara su rechazo a esa identificación casi tanto como a la propia etiqueta de rock radical vasco, que sin embargo tan buena fortuna tuvo.
La dictadura de Franco, en efecto, dio paso a un régimen parlamentario y autonómico, que ha permitido la creación de un gobierno autónomo vasco y el desarrollo del régimen foral navarro en términos más o menos similares. En este sentido, si es complicado encontrar en el caso navarro una política musical o incluso cultural que merezca ese nombre, es apreciable el cambio ocurrido en los planteamientos del nacionalismo que ha asumido durante muchos años la política cultural del Gobierno vasco. Sin duda en contra de lo que muchos esperaban, en efecto, la política cultural de este gobierno no ha seguido tanto un curso victimista –que no desaparezca la cultura vasca mediante una política más o menos patrimonial– sino que ha buscado aparecer como un pueblo más de Europa, un pueblo moderno y pacífico que aparezca en los medios de comunicación internacionales para algo más que para el terrorismo de ETA. En este sentido, el proyecto del Guggenheim es sin duda el más importante: la inversión de ingentes cantidades de dinero en un elemento que nada tiene que ver con lo vasco, pero que se ha convertido en uno de los símbolos de la arquitectura contemporánea a nivel mundial y ha dotado a Bilbao de un interés turístico internacional desconocido hasta ahora. El éxito de esta apuesta ha sido demoledor, y pese a las críticas que ha motivado su gestión, lejos están los tiempos en que personalidades de la cultura vasca se quejaban de que toda la inversión cultural del Gobierno vasco fuera dirigida a este proyecto en lugar de a otros, como el de Oteiza, que se centraban en el carácter vasco.
Foto: Jsome1.
El nacionalismo vasco moderado tampoco está hoy en día identificado, como lo estuvo antaño, con el catolicismo o los valores morales. Los cambios en la iconología musical vasca, en los símbolos de ese imaginario, han cambiado de una forma inusitadamente rápida, y ese modelo de zortzikos, txistus y orfeones ha sido sustituido por nuevos elementos, anteriormente marginados por diversas razones: la trikitixa, la alboka, y la txalaparta, un instrumento prácticamente desconocido hasta su presentación en sociedad por los hermanos Arce en los Encuentros de Pamplona, y que se ha presentado como ideal para la renovación de la tradición musical vasca. Que estas prácticas musicales, cuya imagen de dinamismo y contemporaneidad respecto al txistu, la gaita y los orfeones se aprecia incluso en la ropa con la que aparecen sus intérpretes, sean hoy en día las más valoradas incluso en las casas vascas del exterior del País es una buena muestra de la rapidez de ese proceso.
Es con en este imaginario de renovación de la tradición políticamente correcta y capaz de atraer a numerosos públicos con el que sintoniza estupendamente la world-music. A finales de los años 90, en efecto, llegó también a Vasconia ese música de fusión entre músicas tradicionales no ya con elementos más o menos modernos, como es el caso del folk, sino con la música popular y muy especialmente con representantes de músicas tradicionales de otros lugares, aunque es cierto que las fronteras con el folk son bastante difusas. El imaginario que presenta no es nuevo: la música es un lenguaje universal, algo que no resulta descabellado una vez ecualizadas las diferencias entre los distintas tradiciones musicales mediante el esperanto del pop. En este sentido, la subvención de 700.000 euros que ha recibido recientemente Kepa Junkera para su proyecto Etxe –una cantidad absolutamente insólita en el ámbito de la música vasca– es una estupenda muestra de la sintonía entre el nacionalismo que hasta ahora ha monopolizado la política cultural vasca con el imaginario que expone el propio proyecto, que es el de la world-music pero nada menos que en la pluma de José Saramago: Hay un pueblo músico donde están representados todos los pueblos del mundo, como si fuese una casa común. El arquitecto y albañil de todo esto se llama Kepa. Las protestas, recogida de firmas de músicos incluidas, contra lo que muchos consideran un agravio comparativo no pueden sino recordar las que en su día provocó el proyecto del Guggenheim. Habrá que esperar unos años, con todo, para ver si el resultado acaba, como ocurrió con el museo, convenciendo a la población y haciendo olvidar que una vez se protestó contra él.
Desde el punto de vista socioeconómico, y al igual que en otros lugares de Europa y América, Vasconia se ha convertido en un País fuertemente urbano, no sólo porque la mayor parte de la población vive en núcleos urbanos, sino porque incluso las zonas que llamamos rurales no presentan hoy día ni remotamente el aislamiento cultural que tenían hace un siglo. No parece, por ejemplo, que las Arcadias imaginadas de Zuberoa, Arratia o Baztán tengan hoy día un acceso a la música muy distinto a los que presentan, a una hora de coche además, Bilbao, San Sebastián, Pamplona o Bayona, por poner un ejemplo.
Otro cambio fundamental en este sentido, con todo, ha sido la reciente inmigración. En un país tradicionalmente emigrante, la inmigración procedente de la Península llegó en varias oleadas, que coincidieron con las grandes etapas de la industrialización vasca: finales del XIX y principios del XX primero, y años 60 y 70 después. La década de 1990 y este principio del siglo XXI, sin embargo, han traído consigo una intensa inmigración desde fuera de la Península, procedente en su mayor parte de África, este de Europa e Iberoamérica. No parece que podamos albergar muchas dudas acerca de las consecuencias musicales de este hecho, y aunque todavía es probablemente muy pronto, no es disparatado que en el futuro veamos músicas de fusión que, a diferencia de lo que ocurre con la world-music, estén realizadas desde los propios inmigrantes, es decir, desde abajo. En ese sentido, yo destacaría dos grupos que en este momento no funcionan, pero que me parecen particularmente interesantes. Uno es Rumba Norte, un grupo de Guecho que reivindicaba tanto su origen gitano como su bilbainismo, poniendo a ritmo de rumba y bulerías piropos a su Bilbao y a su Athletic. El otro era un grupo de Tudela, una zona de intensa inmigración africana en los últimos años, llamado Numidia, y en la que un músico bereber imprimía su personalidad junto a la gaita navarra, la guitarra flamenca y en general instrumentos de todo tipo. Aunque ambos grupos contaron con subvenciones municipales (eso sí, muy alejadas de los 700.000 euros de Junkera), ya que pocas cosas son tan políticamente correctas en este momento como la fusión musical, perfecta metáfora de tolerancia inocua, ambos han desaparecido de la escena musical, aunque sin duda algún otro tomará pronto su relevo.
Con todo, podemos afirmar que presentar la tradición de una forma renovada se ha convertido en una exigencia en el País. Y yo al menos creo que eso es lo que debió pensar el que decidió que en la investidura de Patxi López fuera un oboe, y no un txistu, el instrumento que interpretara el tradicional aurresku de honor. En fin. Como decía al principio, las etiquetas música popular, música tradicional, música folk, world music... son en esta sociedad posmoderna categorías blandas, flexibles y permeables. Ello no significa que sean intercambiables entre sí, pero, al igual que ocurre con el concepto de música vasca, se definen más por su relación con un imaginario que por una serie de datos objetivos u objetivables. Y si estos imaginarios usualmente cambian con lentitud, en el caso de la sociedad vasca del último medio siglo lo han hecho con una enorme celeridad.
1 Así se utiliza en buena parte de los idiomas más utilizados en la musicología actual. Esta distinción entre música popular y música tradicional se corresponde con la que existe en inglés entre popular music y traditional music, o en francés entre musique populaire y musique traditionnel. En euskera, sin embargo, la expresión musika herrikoia se sigue identificando con las músicas de base tradicional, por lo que suelo diferenciar entre tradiziozko musika o musika tradizionala por un lado y musika popularra por otro.
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