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Juan Mª VELASCO
La bioética surgió en la segunda mitad del siglo XX, no por azar o casualidad sino por imperativo ético, para proveer de criterios morales a las biociencias. Fueron múltiples las causas que determinaron la aparición de esta disciplina científica, pero sin duda, entre ellas destacan dos: el imparable progreso de las ciencias empíricas y la creciente conciencia social a favor de los derechos humanos. La confluencia de ambos factores dio origen a una mayor preocupación por la rectitud que debía regir en las investigaciones y en las terapias médicas, pues los dilemas morales que comenzaron a plantear este tipo de prácticas provocaron, tanto en ambientes científicos como en la opinión pública en general, un clima de turbación desconocido hasta entonces. Ciertamente fue toda una serie de avatares que trastocó el modo tradicional de concebir la ética sanitaria, pues la deontología médica basada fundamentalmente en el Juramento Hipocrático había quedado obsoleta para orientar en la nueva realidad que se había creado a partir del prodigioso avance de las ciencias.
A tenor de lo expuesto, se puede hacer memoria de sucesos que, en un pasado reciente, produjeron estupor en países como Estados Unidos, lugar donde fueron denunciados hechos que se consideraban erradicados desde la condena que estableció el juicio de Nuremberg sobre el modo de tratar a las personas en investigaciones científicas; como es de suponer, los casos que ocurrieron en la Nación Norteamericana no eran comparables en manera alguna con la perversidad que caracterizó a las barbaries cometidas en los campos de concentración nazi; no obstante, tampoco alcanzaban los mínimos éticos exigidos por la deontología profesional que las buenas prácticas médicas requieren en este tipo de intervenciones. Así, casos como el de Tuskegee, en el que se estudió el desarrollo de la sífilis, recurriendo únicamente a afroamericanos y sin tan siquiera comunicar a los afectados que padecían la enfermedad (tampoco se les aplicaba terapia alguna para curar la dolencia), es un elocuente ejemplo de lo dicho. Como era de esperar, ante episodios como éste, el Gobierno de Estados Unidos, en el año 1974, creó una Comisión para estudiar qué “principios éticos” debían ser respetados en toda investigación con seres humanos. Dicha Comisión concluyó sus trabajos cuatro años después proponiendo el denominado “Informe Belmont”, que estableció los principios de autonomía, beneficencia y justicia. Sin lugar a dudas, estos principios morales son de relevancia manifiesta para toda persona o colectivo que quiera comportarse de forma honesta en cualquier faceta de la vida. De este parecer fueron Tom L. Beauchamp y James F. Childress cuando, tomando como punto de referencia los mencionados principios diferenciados en el Informe Belmont, en el año 1979, publicaron Principios de Ética Biomédica, dando origen a lo que comúnmente se conoce como “principialismo bioético”.
Foto: Hey Paul.
Es opinión general que el éxito alcanzado por este arquetipo de fundamentación de la bioética se debe, en gran parte, a la sencillez argumentativa de la teoría. Así, el principialismo bioético, formulado por los mencionados autores, consta de cuatro principios básicos, a saber: respeto a la autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia. Es preciso tener presente que, en este discurso ético, ningún principio prevalece sobre otro, es decir, son “prima facie” obligatorios. Esto significa que en una aproximación inicial a cualquier pesquisa no existe eximente alguno que permita el olvido o la desatención de los cuatro principios indicados. Caso diferente es cuando concurren circunstancias que hacen incompatible la asunción conjunta del entramado principialista de Beauchamp y Childress; en tal caso se deberá analizar y ponderar la situación concreta, en función de las diferentes razones que puedan existir en esa realidad y en ese contexto determinado, estableciéndose de esa manera la escala jerárquica que emplazará a cada principio al lugar apropiado para resolver adecuada y correctamente el dilema en cuestión.
Con posterioridad, también fueron apareciendo otras fundamentaciones a partir de diversos cánones morales como la promovida a partir de la teoría de las virtudes o la procedente de la neo-casuística, etc., pero ninguna de ellas ha alcanzado la notoriedad lograda por el modelo principialista; no obstante, esto no es óbice para pensar que tales sistemas estén basados en postulados argumentativos más débiles o puedan ser consideradas deficientes para orientar o resolver conflictos bioéticos, pues, substancialmente, con todas ellas se debería llegar a las mismas conclusiones. Sin embargo, esto no ocurre siempre; pero no a causa del sistema de fundamentación usado sino por la diversidad ideológica que convive en Occidente, pues lo que para ciertas personas significa defender derechos incuestionables del ser humano, para otras supone vulnerar y conculcar sus valores más fundamentales.
Ante esta paradójica situación, en la mayor parte de los estados democráticos estos “contrastes de pareceres” se resuelven mediante leyes debatidas y aprobadas en las correspondientes sedes parlamentarias, ya que no es conveniente dejar al amparo del libre albedrío y a la buena voluntad del individuo o de las colectividades, decisiones de envergadura semejante. De esta forma, a lo más que se puede llegar es a legislar algunos aspectos de estos complicados asuntos, en ciertos casos y circunstancias. Obviamente, este tipo de normas únicamente fija la legalidad de determinados comportamientos que son asumidos de forma optativa por las personas que consideren moral actuar hasta donde esas legislaciones permitan. Tal es el caso de la Ley 14, 2007, de 3 de julio, de la legislación española sobre investigación biomédica, en la que se establecen, entre otras cosas, los criterios para investigar con “células troncales embrionarias”. En su momento, esta ley produjo todo tipo de reacciones, tanto a favor como en contra, pues cuando se reglamentan cuestiones tan enmarañadas como la que hace referencia a la investigación con preembriones la polémica es inevitable, ya que las discrepancias provienen desde todos los ámbitos y sectores sociales. Esencialmente, esta disparidad de criterios tiene su origen en la pluralidad de concepciones antropológicas que conviven, en ocasiones con gran beligerancia, en las sociedades democráticas de corte occidental, ya que éstas (las antropologías) constituyen el horizonte de sentido del ser humano en cuanto ser humano, es decir, en cuanto sujeto dotado de inteligencia y razón y con capacidad para decidir con libertad su propio destino. En consecuencia, en estos comienzos del siglo XXI, por desgracia, el diálogo en bioética se ha convertido en el campo de batalla de ideologías enfrentadas y no en lo que debía ser, lugar de encuentro de sensibilidades biocientíficas y éticas diferentes con la pretensión de llegar a saber, con mayor certeza de la que se dispone en la actualidad, quién es el ser humano y qué es lo que constituye su verdadero progreso. Ante una situación tan compleja, no puede extrañar que la Iglesia Católica quiera participar en este difícil y complicado debate, pues su misión así lo exige.
Foto: procsilas.
En efecto, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia Católica se ha pronunciado en numerosas ocasiones en cuestiones bioéticas. Sin duda, el pontificado de Pío XII fue muy fecundo en este tipo de intervenciones magisteriales, ya que por aquellos años fue, como ya se ha comentado, cuando el panorama biosanitanio de Occidente experimentó un cambio radical. En este sentido, el Papa Pacelli manifestó en todo momento una honda preocupación por orientar adecuadamente a los fieles católicos, tanto en su condición de usuarios como en la de profesionales de los servicios sanitarios, sobre la honestidad de las nuevas tecnologías y de los fármacos que la medicina tenía a su disposición. Incluso desde círculos médicos se interpeló al Papa en más de una ocasión para que diera su opinión con relación a la moralidad de terapias como la narcosis en enfermos terminales. Con posterioridad, sus sucesores en la Cátedra de San Pedro han continuado con esta laboriosa y difícil tarea de valorar éticamente sin ambigüedades este tipo de materias, especialmente las relacionadas con el principio y el fin de la vida humana. Pero no sólo el magisterio eclesial se ha pronunciado en estos asuntos; también los teólogos católicos han colaborado eficazmente, desde los albores de la bioética, en la reflexión y resolución de los dilemas biosanitarios.
De esta manera, sin ningún tipo de tregua, sigue progresando la bioética desde paradigmas muy diferentes, en estrecha colaboración con el bioderecho para, en la medida de lo posible, establecer pautas de acción que, como se ha podido comprobar en estas líneas, nunca son del gusto de todos los participantes en el debate social.
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