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La región en Europa

José María MUÑOA GANUZA

Introducción

El tema que abordo es complejo y esta reflexión se ocupará de estos tres puntos:

1.- Qué son las regiones, cuáles son sus características generales, y cuáles los prejuicios que giran en torno al poder regional en Europa.

2.- Con la actual configuración de la Europa Unida, en qué situación nos encontramos las entidades subestatales (como Euskadi).

3.- Qué perspectivas de porvenir hay y cuáles son, a mi modo de ver, las alternativas más viables.

Por lo tanto, sólo abordaré el tema desde su vertiente institucional. Dejando de lado otros aspectos también importantes como por ejemplo las relaciones transfronterizas; aspecto clave de la política regional europea y que a los vascos nos atañe especialmente.

1. Regiones: definición, historia y actualidad

La Asamblea de las Regiones de Europea (ARE) adoptó esta definición:

“Las entidades situadas inmediatamente por debajo del nivel del Estado central, dotadas de representatividad política, asegurada por la existencia de un Consejo Regional elegido o, en su defecto, por una asociación o un organismo constituido a escala regional por las colectividades de nivel inmediatamente inferior”.

Definición bastante vaga que implícitamente reconoce que no existe un modelo homogéneo, sino que la configuración regional es distinta en los diferentes países de la Unión en función de su evolución histórica y de su ordenamiento institucional.

Sin embargo, está admitido que existe un modelo digamos “fuerte” de región: las que poseen competencias legislativas. Y dentro de este tipo de “regiones fuertes”, aún podemos deslindar un subgrupo: son las “regiones nacionales”. Esto es, aquellas dotadas de homogeneidad por conjunción de factores tales como la geografía física, la historia, la economía y por determinados caracteres culturales (idioma, costumbres, mentalidad...). Esos valores específicos, junto con la propia conciencia nacional de sus habitantes, contribuyen a un eficaz desarrollo de su poder legislativo.

Algunas de estas regiones se perpetúan con mayor o menor naturalidad dentro de una unidad estatal: Baviera en Alemania, Escocia o Gales en Reino Unido, el Mezzogiorno italiano o la Córcega francesa. En otros casos, las regiones cabalgan entre dos o más estados, como Tirol, Macedonia, Flandes, Cataluña o nuestra Euskal Herria. Ello implica una mayor dificultad para el mantenimiento de su identidad y su cohesión interna. Lo que en ocasiones se traduce en tensiones políticas.

Este concepto “fuerte” de región es característico de la Europa occidental, aunque no sea exclusivo de nuestro continente. Hunde sus raíces en lo más profundo de su historia, desde antes del nacimiento del Estado moderno. Sin embargo, el “problema regional” (si puede hablarse así) aparece desde el siglo XVIII y se desarrolla en el XIX con el triunfo de la doctrina liberal de inspiración francesa, fuertemente centralista y uniformizadora.

En el caso español, la Guerra de Sucesión de 1700 y las Guerras Carlistas de 1833-39 y de 1872-76, dieron ocasión a la monarquía centralista para desmontar los sistemas forales. Después de la Guerra Civil de 1936-39, tan sólo sobrevivieron formas residuales de autonomía foral en Navarra y Álava. A partir de ese momento, la idea de región en España quedó reducida a lo folklórico, desprestigiada por la dictadura.

Sin embargo, en esto como en tantas otras cosas, el franquismo navegaba contra el viento de la Historia. Pues desde la segunda mitad del siglo XX en Europa se fue abriendo paso la evidencia de que las regiones poseen ventajas incuestionables para una mejor gestión de la cosa pública. Ventajas que hoy ya nadie en su sano juicio discute:

Foto: fdecomite

Foto: fdecomite.

Como unidad intermedia de organización, la región es capaz de dar coherencia y armonizar la planificación que viene de arriba (la estatal o supraestatal), con la que emana desde las unidades menores (metrópolis, ciudades, provincias y comarcas).

En este mundo de la globalización, la región es el ámbito idóneo para crear escenarios humanizados de vida y dotados de homogeneidad. Un espacio de realización personal y de integración. Un ámbito de participación donde la política resulta comprensible.

Anticipo aquí algo sobre lo que volveré después: la mayor eficacia de las instancias más próximas a la ciudadanía no es una teoría de quienes defendemos la regionalización europea sino que está plenamente asumido por la Unión bajo los principios de “subsidiariedad” y de “proporcionalidad”.

Aceptado unánimemente que la entidad regional posee un gran potencial para el desarrollo colectivo; y dado que determinadas regiones abrigan la voluntad de participar activamente y con personalidad propia en la Unión Europea, es imprescindible situarlas en el lugar que les corresponde dentro de la estructura institucional.

Antes de abordar el núcleo de este asunto, quiero referirme a dos prejuicios existentes en torno al fenómeno regional en Europa.

2. Dos posiciones equivocadas

En determinados círculos existe la percepción de que el regionalismo es un obstáculo, un incordio... en el mejor de los casos, un mal necesario para la construcción de una Europa unida y fuerte.

Prejuicio paralelo es el de quienes piensan que el gran enemigo a batir son los Estados, y que la verdadera integración de regiones y pueblos sólo será posible con la desintegración de dichos Estados.

A mi modo de ver, ambas posiciones están profundamente equivocadas.

La primera postura es típica de las mentalidades formadas en el centralismo más acérrimo. No conciben Europa sino como una proyección a gran escala de los monolíticos Estados centralizados salidos de la revolución liberal. En su cabeza no entra que es perfectamente compatible la creación de las estructuras políticas más grandes con el robustecimiento de las estructuras políticas más pequeñas.

A estos yo les digo que europeísmo y regionalismo no sólo no se oponen sino que incluso existe una afinidad profunda entre ambos. En efecto: si el europeísmo tiende a reemplazar (en algunas cosas, no en todas) las estructuras y los ámbitos nacionales por otros más vastos, el regionalismo, paralela y concordantemente, tiende a reemplazar las estructuras y los ámbitos provinciales por otros que, siendo también más amplios, están mejor adaptados a las necesidades presentes. Por tanto, europeísmo y regionalismo se complementan mutuamente.

Vayamos ahora con la segunda postura: la de quienes acarician la esperanza de que la crisis de los estados-nación abocará a la atomización de Europa en un conglomerado de entidades autónomas.

Se trata de una utopía. Una utopía que no sólo está en conflicto abierto con el pasado, sino que lo está igualmente con el presente y lo estará además, probablemente, con el porvenir.

Si, como hemos dicho, no se puede ignorar el papel de las regiones en el pasado, el presente y el futuro de Europa, es igualmente absurdo que despreciemos la realidad histórica y política de los Estados. Ellos son la expresión jurídico-política de las grandes comunidades históricas que constituyeron Europa, y forman el marco adecuado para el desarrollo de la convivencia de la inmensa mayoría de sus habitantes.

Ciertamente, los Estados-nación están en crisis. Se muestran impotentes ante los poderes multinacionales, ante los mercados sin fronteras, ante los grandes desafíos demográficos, alimentarios o medioambientales. El Estado se ve desbordado, pero eso no significa que sea prescindible ni, menos aún, fácilmente reemplazable.

Una de las finalidades principales de la Unión Europea es que nuestro continente no caiga en la marginalidad y que por fin logre hablar con voz propia influyendo en la configuración del mundo. Esa fortaleza no se conseguirá mediante la disolución de sus Estados, sino mediante el fortalecimiento de su estructura interna.

Porque Europa quedaría invertebrada sin su espina dorsal, que forman sus grandes naciones. Exteriormente, perdería prestigio y peso moral. Internamente, podría acabar padeciendo de “macrocefalia burocrática”. Pues ¿qué sucedería si Europa estuviera parcelada en pequeñas entidades-miembro? La respuesta es fácil: la burocracia de Bruselas degeneraría en poder centralizado, al que le sería fácil eliminar todo freno y todo contrapeso, con las gravísimas consecuencias que ello acarrearía.

En mi opinión, Europa deberá basarse jurídica y políticamente en la unión de sus Estados, lo mismo que psicológicamente deberá sustentarse en la unión de sus pueblos y regiones históricas.

“Pueblos” y “Naciones” de Europa a los que ya se refirieron los padres de la Unión, sin que su reconocimiento como tales causara tantos problemas como hoy les produce a algunos.

Quiero insistir en que Europa en su conjunto y sus Estados miembros en particular deben tener en cuenta a las entidades subestatales porque así lo exige su ordenamiento jurídico. Pero con la misma claridad hay que decir que esas entidades no pueden ni deben competir con los Estados. Es la tentación de ciertas regiones “fuertes” que, reivindicándose como tales, pretenden saltarse el “escalafón” del Estado. Algo impensable en los países más sólidos y descentralizados de Europa, donde está naturalmente asumido que el ejercicio de las potestades que corresponden a las regiones y estados federados ha de realizarse a través de su respectivo Estado central.

Un ejemplo de práctica equivocada y estéril nos lo ofrece la constitución en el seno del Comité de las Regiones del “Integrupo” de regiones con poder legislativo. Un ejercicio baldío, del que no se ha obtenido ningún resultado.

Todo lo cual nos lleva a pensar que quizá ha llegado la hora de pasar de hablar de “La Europa de las Regiones” a hablar de “La Europa CON las Regiones”. Es decir, CON los pueblos y CON las Naciones sin Estado.

Es la Unión Europea que debemos seguir construyendo porque no existe en el mundo otro ejemplo similar.

3. Un modelo de integración real

Durante los años en que ejercí como Comisionado del Lehendakari para las Relaciones Exteriores del Gobierno Vasco, fui testigo de cómo las instituciones europeas se fueron sensibilizando ante la realidad regional. En aquella época (años 80 y principios de los 90) se creó un ideario y creció una sensibilidad ante la regionalización.

Un hito importante fue la aceptación del principio de subsidiariedad. En 1984, el proyecto del Tratado de la Unión aprobado por el Parlamento Europeo, apostaba por edificar una sociedad europea...

“principalmente de abajo a arriba, a partir de las comunidades de vida cotidiana, gracias a sucesivas delegaciones de poder. Ninguna autoridad ‘superior’ intervendrá en la esfera de acción de un autoridad ‘inferior’ mientras ésta sea eficaz”.

Es decir, reconociendo el principio de subsidiaridad. A esta definición añado yo ahora el hecho comprobado de que la acción en los escalones “inferiores” multiplica la eficacia de las políticas.

Como consecuencia del Tratado de Maastrich de 1992, se instituyó el Comité de las Regiones, única instancia donde Euskadi ha podido participar como tal. Durante quince años tuve el honor de ser su portavoz. Con la satisfacción de poder expresarme en euskera, lengua que por primera vez se escuchó en una institución europea.

En 1996, participé en la redacción por parte de la ARE (Asamblea de las Regiones de Europa) de la “Declaración sobre el regionalismo en Europa”, presidiendo la Comisión correspondiente. Como se dice en su prefacio, esta Declaración sirvió para definir el marco de actuación y para reforzar el desarrollo de la acción de las regiones.

El Comité de las Regiones es un órgano consultivo sobre asuntos que conciernen a los gobiernos subestatales, tales como la política regional, el medio ambiente, la educación y el transporte. Su misión es contribuir a mejorar la vida de los ciudadanos en los temas más cercanos.

En los 16 años transcurridos desde su nacimiento, el Comité de las Regiones se ha reforzado. Pero es difícil que pueda adquirir un protagonismo mayor debido a su propia composición: casi 350 miembros pertenecientes a 27 países cada cual con una percepción distinta de lo que supone el poder regional, y con aspiraciones radicalmente diferentes. Esta enorme diversidad (que va desde los Länder alemanes y las Comunidades históricas españolas, hasta los simples municipios, pasando por las regiones francesas o portuguesas, y las grandes metrópolis europeas) dificulta enormemente la participación sustantiva y eficaz de las regiones “fuertes” en el entramado político-administrativo de la UE.

Foto: Celso Flores

Foto: Celso Flores.

No obstante, el Comité de las Regiones es un instrumento importante que debemos aprovechar y también cuidar. Porque sus dictámenes, realizados “ex ante”, son generalmente tenidos en cuenta por las instancias ejecutivas.

La lección que saqué de esa experiencia de varios años en el Comité de las Regiones, es que cuando hay voluntad de colaboración y de trabajo se pueden conseguir cosas. Se puede avanzar. Pero eso exige ser posibilista, aparcar los idealismos (pero sin merma del entusiasmo), y ponerse a la labor eficazmente.

Dicho esto, no es menos cierto que no habrá Europa (social, económica, con una real adhesión popular) si no construimos una arquitectura institucional que permita: bien una participación activa y directa de las regiones con poder legislativo en aquellas materias que les afectan; o bien una participación indirecta a través de los Estados con lealtad, respeto y eficacia.

Qué duda cabe que precisamos de una UE mucho más integrada en todos los ámbitos. Es una cuestión de vida o muerte. Y si deseamos una Europa más integrada, las regiones han de desempeñar el papel que les corresponde a través de sus Estados miembro.

Y esto es particularmente importante para aquellas regiones que desean comprometerse con el proyecto europeo y que así lo han demostrado a lo largo de los años. Como es el caso de Euskadi.

El modelo europeo actual comporta cinco niveles de gobierno. Cada nivel de gobierno posee competencias exclusivas o preferentes en distintos temas, de acuerdo con los tres principios indicados: de subsidiaridad, de proporcionalidad y de eficacia.

El primer nivel es de Bruselas (Consejo de Europa, Parlamento Europeo y Comisión Europea). Suyas son o deberán ser las máximas responsabilidades en materia de moneda, defensa, relaciones exteriores (incluyendo la definición de fronteras de la Unión), además de los grandes proyectos económicos, científicos e industriales para poder ser competitivos en el mundo.

El segundo nivel lo constituyen los Estados; luego las Regiones; los Territorios Históricos y por fin los municipios.

Si esta escala se construye sólidamente, la diversidad, la complejidad, la descentralización de competencias no ha de ser problema. Al contrario, puede ser una potente baza para dotar de sentido y revalorizar la gestión política.

Pero ¿cómo se construye esto? De ello nos ocupamos en la parte final de nuestra exposición.

4. Mirando hacia el futuro: La UE del siglo XXI

1.- Ante todo las Regiones deben asumir su naturaleza:

Una región no es ni podrá ser la enésima estrella de Europa. No le corresponde, no puede aportar nada a Europa ni tampoco le beneficiaría. No es fácil asumir esta postura para regiones que somos Naciones, sobre todo cuando durante muchos años nos hemos sentido y hemos demostrado un europeísmo que no tiene nada que envidiar al de otros Estados Miembro. Pero la realidad es la que es y no podemos ir en contra de la lógica de la arquitectura política de la Unión Europea.

Por consiguiente, las regiones no tienen cabida en determinados foros. No es que ello se reclame en las negociaciones o conversaciones oficiales, pero sí suele manifestarse en más de una ocasión en encuentros “informales”.

Las regiones con una importante responsabilidad de cara a la construcción europea y su funcionamiento, han de actuar en consecuencia. Por ello no es admisible que haya una dejación por parte de estas regiones o que su política europea se limite a tratar de conseguir los mayores beneficios propios. O, lo que es peor, ir a Europa con el único objeto de conseguir unas imágenes de cara a su política doméstica (con las cámaras de televisión autonómicas).

Hay regiones con deseos de trabajar con eficiencia para Europa y para sí mismas. Ello exige que la propia región, consciente de sus deberes y conocedora de las implicaciones correspondientes, se dote de los medios necesarios y de una organización idónea para responder a un reto tan exigente.

2.- Los Estados deben asumir también su propia Constitución:

Si un Estado ha decidido organizarse internamente en un Estado de las Autonomías, ello tiene unas consecuencias muy concretas de cara a la Unión Europea. Lo cual resulta una obviedad: simplemente le pedimos que sea consecuente con su concepción y aplique sus propias leyes.

Si no permite una participación activa de dichas Autonomías, se está situando al margen de su Constitución. Que es como decir que está actuando “fuera de la ley” puesto que está ejerciendo en el Consejo Europeo competencias que no son exclusivas suyas.

Los Estados deben ser conscientes de que una mayor participación de las regiones en la Unión Europea, no sólo enriquece a la Unión y a las regiones sino al propio Estado. Es lo que constatamos en algunos casos tan significativos como Alemania, Austria y también el Reino Unido.

Si la Unión Europea y los Estados desean velar por su riqueza y diversidad cultural, deben apoyar en todo momento el desarrollo de sus regiones. Ello repercutirá en beneficio de una mejor gestión económica del conjunto y de una mayor integración política de la Unión. Porque la uniformización impuesta conduce a la división, pero en cambio una diversidad bien asumida por todas las partes fortalece la Unión.

3.- ¿La solución federalista?

A veces se equivocan los términos y se entiende por federalismo un confuso estado intermedio entre autonomía e independencia. Esto no es así.

Lo que implica la federación es más unión, más participación en las políticas comunes de ámbito general.

Federalizar España supondría acabar con la pugna entre las Autonomías y el Estado por vía del consenso. Creando un sistema asimétrico (asimetría que aparece recogida en la Constitución española).

Las comunidades históricas han de poseer una interlocución especial allí donde poseen competencias exclusivas. Y se ha de dar bilateralidad en la negociación de determinados temas.

Este modelo no es un “invento” que nos sacamos de la chistera, sino que existe y funciona bien en países reconocidamente federales, y donde se admite con naturalidad la reciprocidad entre Estado central y Estados regionales. Países que, desde luego, poseen una Cámara Territorial, el Senado, y una conferencia efectiva de presidentes de autonomías. Ambas cosas aquí las seguimos esperando.

Federalizar sería cooperar activamente entre ministros y consejeros sobre temas que necesiten acuerdos de amplio alcance.

Y supondría, por ello, que las Comunidades federadas participarían directamente en aquellos ámbitos europeos donde se juega su futuro: participarían en representación no sólo de sí mismas, sino del conjunto del Estado. Como así ocurre en otros países (Alemania, Austria, Bélgica...).

En definitiva, esto sería llevar la práctica la lealtad institucional en toda la escala: lealtad entre regiones y Estado; lealtad entre el Estado y la Unión Europea. Lealtad que no significa sino respeto a las decisiones libres de cada instancia, respeto a la palabra, y respeto a los pactos.

Todo lo cual, sin duda, nos llevaría a una superación por vía práctica de los nacionalismos grandes y pequeños. Ojo: no como sentimiento, ni como actitud vital y psicológica, pero sí como ideologías de enfrentamiento y de permanente encono. Con el objetivo común de hacer de la política una herramienta realmente eficaz al servicio de las necesidades de la ciudadanía.

5. Conclusión

Concluyo con una última referencia de tipo más personal.

De las experiencias vividas en los años en que serví a las relaciones exteriores del Gobierno Vasco, he obtenido una lección que no me canso en repetir.

Quien desee trabajar al servicio del colectivo, del pueblo al que pertenece, del bien común en general, ha priorizar el factor humano. Lo humano es lo principal, todo lo demás es secundario. La escucha al otro, el respeto a sus posiciones, la consideración de la palabra dada, la lealtad... Hagamos lo que hagamos, si nos guiamos por estos principios, lo demás vendrá dado.

Esto, que vale para las personas individualmente, vale también para las instituciones y para las civilizaciones humanas en su globalidad.

Europa, la cuna del Humanismo, de los Derechos Humanos, del Estado del Bienestar, será un continente de valores, o no será nada.

Lo decía hace ya 50 años el profesor Walter Hallstein, padre del Mercado Común y primer presidente de la Comisión Europea. Y con sus palabras termino:

“Se trata, es verdad, del bienestar material de nuestros pueblos, de la expansión de nuestra economía, del progreso social, de dotar de nuevas potencialidades a la industria y al comercio. Pero, gracias a todo esto, de lo que se trata antes que nada es de defender, de salvar una civilización: es decir, unas reglas morales, una concepción de la vida a la medida del Hombre, de la Fraternidad y de la Justicia”.

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