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HISTORIA
Dado que este artesano se mueve en el ámbito de los cementerios, me ha parecido oportuno aportar algunos ideas sobre los mismos, para lo cual tomo unas líneas de un trabajo mío anterior sobre el particular.
Con la entrada del Cristianismo en nuestra zona se empiezan a efectuar los enterramientos que se realizan en el exterior de los primitivos templos. Será en el siglo XIV y más universalmente en el XV, cuando los enterramientos se efectúan dentro de los templos, previo pago de una cantidad y la obtención del oportuno permiso por parte del Obispado.
Se trataba de tumbas familiares, donde se daba sepultura a todos los fallecidos de la casa propietaria de la fosa. En algunas de ellas —como las excavadas en la parroquia guipuzcoana de Azkoitia— se han encontrado un mínimo de diez enterramientos por tumba (todos orientados hacia el este).
Esta situación se prolongó hasta que Carlos III, alegando motivos de higiene pública, prohibió por Real Cédula del 3 de abril de 1787 las inhumaciones bajo techo sagrado, e impuso la creación de cementerios apartados de los pueblos (en el Derecho Romano hallamos un antecedente de esta orden en la prohibición de que dentro de las ciudades hubiera hombres muertos, enterrados, quemados o incinerados). Sin embargo, todo parece indicar que no fue fácil ejecutar la orden del Borbón ya que la población se resistía a que sus seres queridos, en vez de ser enterrados en las parroquias, bajo el amparo divino y donde cada domingo sus familiares pudieran ofrendar luz y pan, se inhumaran en descampado, alejados de toda protección religiosa y desvinculados de los restos de sus antepasados. Como alternativa, muchos concejos optaron por habilitar los nuevos cementerios en terrenos próximos a ermitas e iglesias, de forma que al menos sus deudos descansasen “cerca” de un recinto religioso.
Nada nuevo descubro diciendo que, como las ciudades de los vivos, también las de los muertos están divididas en barrios, cada uno correspondiente a una clase social. En los cementerios existen “zonas residenciales” erizadas de panteones amplios, o de criptas, y en algunos casos con figuras ornamentales en mármol y metales de calidad. En ellos es raro ver flores de plástico, y cuando las hay son naturales. En este barrio llamémosle de primera no suelen verse epitafios, tan sólo el nombre de la familia propietaria en grandes caracteres y, en la mayoría, el listado de los allí enterrados.
Como en la palpitante urbe, también en el cementerio hay arrabales, espacio apartado donde el hacinamiento y la estrechez son nota dominante. Aquí reposan los cuerpos de la clase obrera, de los emigrantes, de la gente sin fortuna que en vida quizás pudiera pagarse un pisito para vivir dignamente, pero no tuvieron posibles para un agujero para la eternidad. La estructura física de estas parcelas guarda un evidente paralelismo con las casas-colmena de los barrios obreros. Son tumbas individuales o para varias personas (tres generalmente) sin relación entre sí, arrendadas para unos determinados años (entre 10 y 15). Sobre la cubierta, los correspondientes indicativos de quiénes ocupan ese foso y muchas de ellas con un breve epitafio del tipo:
“RDO. DE TUS PADRES, HIJAS Y HERMANOS NUNCA TE OLVIDAREMOS”. |
O también:
“DE TUS HIJOS Y NIETOS. EN LA RESURRECCIÓN NOS ENCONTRAREMOS”. |
Las variantes son infinitas pero el mensaje es común: el difunto puede descansar, pues permanece presente en la memoria de los vivos. Subyace aquí la conciencia de la “segunda muerte”, esa que adviene cuando el recuerdo del que vivió se ha extinguido.
Tampoco son raras las frases de tipo religioso, como por ejemplo:
“QUIEN CREE EN MI NO MORIRÁ”; |
“YO SOY LA RESURRECCIÓN Y
LA VIDA”. |
O sus transcripciones en euskera:
“BETIKO ARGIAK ARGI-EGIN BEZAIE”; |
“NIGAN BIZI DENA EZ DA IÑOZ
ILKO”. |
E incluso algunas en latín:
“O CRUX AVE SPES UNICA”. |
Entre las singularidades que he encontrado, recojo esta melancólica frase inscrita sobre la losa de un emigrante portugués en el cementerio de San Sebastián:
“A MÍ LO QUE ME GUSTARÍA
ES VER CRECER LAS MARGARITAS”. |
En estos barrios de humildes difuntos casi todas las tumbas tienen flores, de plástico en su inmensa mayoría, abundan los jarrones y los aditamentos. Al acercarse la fiesta de los Fieles Difuntos, los familiares atienden que su cuadrícula luzca dignamente y ofrezca una imagen aseada, de atención y de recuerdo.
Sobre estas tumbas escribía el arquitecto Juan Ignacio Intxausti:
“A medida que la civilización crece en demografía, información y nivel de vida, el estado de sus necrópolis degenera hasta límites de arrabalismo”.
Además de la pequeña área donde se ubican las modernas urnas funerarias de incineración, en los cementerios existe una tercera zona que corresponde a su última ampliación. Con forma de galerías (soterradas o no), sobre las paredes se distribuyen nichos individuales. Desde fuera son visualmente muy “armónicos” (me resisto a calificarlos mejor), pero presentan algunos problemas conceptuales: por ejemplo, la inscripción no se encuentra sobre los restos del finado, sino por encima, mediante una simples placas identificativas; no hay lugar ni modo de colgar un recordatorio, se acaba con el ancestral rito de poner flores “sobre la tumba”, o de rezar ante los deudos; y, por supuesto, se hace innecesario ir a limpiarlo.
Hace unos fechas se publicaba en un periódico una carta muy curiosa. Una lectora contaba el impacto que le produjo cuando fue a enterrar a su abuela, el comprobar que para tan largo descanso le tenían reservado un espacio en algo así como “un garaje con 3.000 nichos puestos todos a los lados, como si fueran cajones”. Para honrar la memoria de la abuela difunta, y en vista de que no había modo de poner una placa con su nombre al pie, la buena nieta decidió “realizar una especie de folio plastificado con su fotografía para ponerla en donde está enterrada, al pie de su tumba”. Según parece, otras familias habían optado por el mismo recurso como una forma de paliar la frialdad de aquel muro.
“Al día siguiente cuál fue nuestra sorpresa, que aquel folio que mi prima y yo habíamos puesto con todo el cariño del mundo había sido quitado, al igual que al resto de difuntos, por el personal que trabaja en el cementerio. Está prohibido poner cualquier tipo de leyenda o algo parecido que identifique a cada difunto”.
De la horizontalidad pasamos a la verticalidad: la carestía del suelo impone sus reglas tanto a vivos como a muertos, en un esquema de geometría indiferenciada donde todos ocupamos un espacio idéntico con idéntico aprovechamiento estético. La muerte del individuo parece acarrear la muerte de la personalidad.
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