La infancia suele ser un periodo olvidado dentro de las grandes líneas de la investigación histórica. Cuando nos enfrentamos al estudio de aquellos acontecimientos que cambiaron de algún modo el devenir de la sociedad en la que vivimos, los niños no ocupan ningún lugar preponderante en los mismos, a lo sumo algunas líneas siempre imbricadas en las actuaciones de los adultos. Las últimas corrientes historiográficas que tienden al estudio de lo cotidiano analizan la figura de niño pero siempre lejos de los grandes parámetros de lo que llamamos la Historia con mayúscula. En el caso que nos ocupa, si nos acercamos al estudio de la infancia del País Vasco, hay excelentes estudios que se centran en ámbitos locales muy determinados sin que hasta el momento se haya realizado un análisis sistemático sobre este tema para el conjunto de esta comunidad. Lo que se presenta a continuación, no son más que unos breves apuntes sobre las niñas y los niños, surgidos a la par que se analizaban otras cuestiones históricas. En efecto, aunque esta reseña dista mucho de ser un análisis detallado de la infancia vasca, nos puede ayudar a comprender mejor cómo eran los cuidados que recibían los niños, al igual que su introducción en la sociedad a través del trabajo y de determinados rituales en los que se mezclaba lo religioso y lo atávico.
En primer lugar, es un hecho innegable que la mujer siempre ha tenido que trabajar para conseguir su sustento y el de los suyos. Con excepción de aquellas mujeres pertenecientes a las capas sociales más favorecidas, las mujeres habitualmente han tenido que hacerse cargo del trabajo diario y del cuidado de su prole, en la mayoría de los casos, compuesta por varios retoños. Ya fuese en el campo o en ámbitos urbanos, las mujeres atendían a sus labores al mismo tiempo que cuidaban a sus pequeños. Es más, las mujeres que no podían delegar el cuidado de sus hijos a otras personas, se veían obligadas a llevar a los niños a las labores del campo, del puerto o a los talleres artesanales donde trabajaban.
En esta cuestión, lo que más llamaba la atención de los forasteros que se acercaban al Bilbao de 1886 era el cuidado que las cargueras del puerto propinaban a sus hijos de pecho. Estos niños, envueltos entre guiñapos, eran acostados durante la jornada laboral materna, sobre unas piedras a modo de cuna que había en las rampas para el acceso de las embarcaciones. La impresión que estas mujeres daban a los visitantes era la de no estar bien alimentadas, por lo que se dejaba vía libre a cualquier especulación sobre la calidad de la alimentación que sus hijos podían recibir1. Y no era para menos, puesto que la alimentación de los niños en sus primeros meses de vida se basaba prácticamente en una lactancia prolongada. Esta lactancia materna se dilataba prácticamente durante los dos primeros años de vida de los niños por tres motivos fundamentales: porque no había otro tipo de alimentación sustitutiva para los niños de corta edad; porque no requería desembolso económico alguno, a excepción de aquellos casos en los que se contrataba a una nodriza; y, por último, porque se creía a pies juntillas que dar el pecho a los niños minimizaba las posibilidades de un nuevo embarazo.
Entrando en la cuestión de la higiene de los niños, para 1869 el Ayuntamiento de Bilbao prohibía que los niños hiciesen sus necesidades en la plena calle. En efecto, los padres de aquel pequeño que se viese en ese trance se exponían a tener que pagar la consiguiente multa al consistorio bilbaíno2.
Al mismo tiempo, es innegable que los niños, como la parte más vulnerable del mundo en el que vivían, no podían sustraerse a las acciones que en su contra protagonizaban los adultos. En un momento en el que el mejor método anticonceptivo, por no decir el único, era abstinencia, los abortos y el abandono de niños era algo que rezumaba por las fisuras de una sociedad que intentaba tapar estas actividades con una doble moral y con obras piadosas.
En 1906, como resultado del fallecimiento de una prostituta, salió a la luz en Bilbao un oscuro entramado de parteras que además de realizar abortos clandestinos, suministraban bebedizos y otros productos que posibilitaran la interrupción de aquellos embarazos no deseados3. En este orden de cosas, hay que tener en cuenta que la tradición popular, alentada por las curanderas y comadres de los pueblos, recogía diversas medidas abortivas de uso más o menos puntual, sin que su aplicación llegase a los límites alcanzados por la red descubierta en 1906.
El abandono de los niños también era una práctica recogida y amparada por las diferentes autoridades. Hasta la reforma a finales del siglo XIX de los reglamentos que controlaban la adopción de niños en los diferentes territorios históricos vascos, infinidad de usos y costumbres tanto locales como provinciales entraban en litigio. A la caridad de la Iglesia se sumaba la caridad civil, al mismo tiempo que la adopción y el prohijamiento se confundían4. En el caso de Vizcaya, hasta la creación de la Casa de Expósitos en 1806, con lo que se centralizaba todo el sistema de adopciones dentro de la provincia, los niños eran enviados al Hospicio que regentaba la diócesis de Calahorra en esta ciudad5. Muchos de los niños fallecían en los traslados que en condiciones infrahumanas se veían obligados a realizar hasta este centro. Estos pequeños eran llevados en grandes cestas por porteadores a pie y a veces, también, en carretas. Además, durante este viaje y su estancia en el hospicio, los niños eran presa de las más diversas infecciones, por lo que pocos de ellos llegaban a sobrevivir el primer año de vida en este orfanato.
Tampoco hay que olvidar, que el trabajo era un modo de integración de los niños en la sociedad. A falta de posibilidades para una gran mayoría de realizar estudios medios y mucho menos superiores, las niñas y los niños se integraban a edades tempranas en el ámbito laboral. Si los padres podían enseñarles un oficio dentro de la hacienda o negocio familiar, los niños permanecían dentro de su familia hasta que se emancipaban. Se habla de la cadena generacional que dentro del trabajo artesanal aseguraba la transmisión de las técnicas tradicionales de padres a hijos, cadena que se vería rota al buscar los jóvenes nuevas salidas laborales6.
Por el contrario, y como sucedía en casi todos los casos, si los padres eran unos asalariados sin posibilidad de ofrecer sus enseñanzas a sus hijos, estos últimos se veían obligados a abandonar la casa paterna para entrar como aprendices donde bien podían. En un estudio realizado en el Valle de Arratia en Vizcaya para los años 1900-1950 se observa claramente una pauta del trabajo infantil que se puede extrapolar perfectamente a todo el País Vasco, desde la Baja Edad Media hasta el Antiguo Régimen7. En esta investigación se analiza la edad media de salida de casa de los niños y el trabajo que realizaban, diferenciando entre niños y niñas. Mientras que la mayoría de las niñas comenzaban en torno a los 5 ó 6 años a trabajar como criadas, para pasar con 14 años a engrosar las filas de los trabajadores fabriles, los niños empezaban con un promedio de 11 años a trabajar como criados y con 14 años entraban como aprendices en los talleres. La salida de estos pequeños del hogar paterno solía venir dada por el nacimiento de un nuevo hermano, puesto que se suponía que la madre podía como mucho mantener a una prole de tres hijos contando al recién nacido.
Los niños también formaban parte del ingente enjambre de trabajadores que alimentaban la maquinaria minera de Triano. Dada las propias limitaciones físicas de los niños, estos se dedicaban a desarrollar junto a las mujeres aquellos trabajos menores, de menudeo, y que eran los peores pagados en las minas8.
Dentro del trabajo infantil, mención aparte merece la iniciación de las niñas y de los niños en las actividades laborales vinculadas con la mar. El antropólogo Juan A. Rubio-Ardanaz ha estudiado ampliamente este tema y describe tres ámbitos diferentes de integración de los niños en las labores marinas9. En primer lugar el lemanaje o atoaje, trabajo que consistía en ayudar a entrar y a salir a las embarcaciones que arribaban al puerto de Bilbao. Esta actividad exigía un amplio conocimiento del medio físico aprendido desde la niñez, a partir del momento en el que se empezaba a navegar y a faenar en las labores de la pesca. En segundo lugar, nos encontramos con el txo o aprendiz de pescador. El niño dejaba la escuela con once o doce años para integrarse en una embarcación, sin un salario fijo y con las ganancias a la parte. El txo se hacía cargo de una serie de obligaciones que le permitirían con el paso de los años el dominio y conocimiento de la profesión. De este modo, llegaba a un nivel de enseñanzas que de otra manera serían totalmente inaccesibles.
Por lo que respecta a las niñas, dentro del ámbito pesquero, su labor se circunscribía básicamente a la de la venta del pescado. Iniciadas en el negocio junto a sus madres, lo compaginaban también con el aprendizaje en el arte de remendar redes y de realizar conservas y salazones. Tampoco hay que olvidar que la venta era una parte primordial de la pesca, actividad en la que muchas veces estaba vinculado todo el núcleo familiar.
Virgen gótica de Zikuñaga, fechable a finales del siglo XIII. Restaurada en 1949, fue robada en 1979. |
Además, los niños también formaban parte de los rituales vinculados con la muerte11. De este modo en el viático, es decir, el recorrido de la comitiva fúnebre desde la casa o caserío del finado hasta la iglesia, los niños solían tener un papel activo, en particular entonando salmos y plegarias, puede que evocando la idea de los coros celestiales. Cuando era una niña o un niño el que fallecía, el sacristán tenía el deber, nada más conocer la noticia y como pasaba con otro miembro más de la comunidad al morirse, de tocar a muerto. Pero, en este caso, se tañía la llamada aingeru-kanpaia, que era una campana más pequeña y con un sonido más agudo y vivaz. Además, a los niños se les amortajaba de blanco, como los angelitos, se decía, tal vez en la creencia de facilitarles un camino más directo hacia el cielo. Así se cerraba el círculo de la vida y de la muerte de una infancia abocada a un rápido despertar a la adolescencia y por lo tanto, al mundo de los adultos.
1 Macías, Olga: Cargueras y sirgueras de Bilbao. Euskonews, 269 zbk.
2 Macías, Olga: Los gatos y los perros en Bilbao, costumbres y curiosidades de la vida diaria de los bilbaínos (1869-1936). Euskonews, 267 zbk.
3 Macías, Olga: Las mujeres “non sanctas” de Bilbao (1877-1903). Euskonews, 241 zbk.
4 La adopción conllevaba la patria potestad de los padres sobre los niños, mientras que el prohijamiento era un tipo de tutelaje sin ningún derecho legal de los que recogían al niño sobre el mismo.
5 Varillas, Mª del Mar: Breve historia de la Casa de Expósitos de Vizcaya (1883-1984). Euskonews, 151 zbk.
6 Aguirre, Antxon: Artesanía e industria tradicional en el País Vasco. Euskonews, 104 zbk.
7 Azkue, Koldo: Trabajo infantil rural a lo largo del siglo XX. Euskonews, 84 zbk.
8 Kuschick, Ingrid: Cultura minera entre ayer y hoy. Euskonews, 162 zbk.
9 Rubio-Ardanaz, Juan A.: Los oficios tradicionales en el ámbito pesquero de Bizkaia. Euskonews, 104 zbk.
10 Elorza, Eva: Expresiones seculares de religiosidad en rituales: la rodadura de niños sobre el altar y otras prácticas de curación en Guipúzcoa. Euskonews, 133 zbk.
11 Aguirre, Antxon: Los rituales mortuorios en Euskal Herria. Euskonews, 186 zbk.
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